martes, 29 de julio de 2008

EDIFICADOS SOBRE ROCA

Una tarde, me paseaba por la orilla del mar. Como dice la Escritura: «soplaba un viento fuerte y el mar se iba encrespando» (Jn 6,18). Las olas se levantaban a lo lejos y se apoderaban de la orilla, chocando contra las rocas, se rompían y transformaban en espuma y gotitas. Pequeños guijarros, algas y conchas muy ligeras eran arrastradas por las aguas y echadas a la orilla; pero las rocas permanecían firmes e inquebrantables, como si todo estuviera en calma, incluso en medio de las olas que venían a dar contra ellas...
Saqué una lección de este espectáculo. Este mar, ¿no es acaso nuestra vida y la condición humana? En ella se encuentra mucha amargura e inestabilidad. Y los vientos ¿acaso no son las tentaciones que nos asaltan y los imprevistos golpes de la vida? Creo que es eso lo que meditaba David cuando exclamó: «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello: he entrado en la hondura del agua y me arrastra la corriente» (Sl 68). Entre las personas que pasan pruebas, unas me parecen ser como objetos ligeros y sin vida que se dejan arrastrar sin oponer la mínima resistencia; no hay en ellas ningún rastro de firmeza; no tienen el contrapeso de una razón sana que lucha contra los asaltos que le llegan. Las otras las asemejo a rocas, dignas de esa Roca sobre la cual nos mantenemos firmes y a la que adoramos; éstas, formadas con razonamientos de verdadera sabiduría, se levantan por encima de la debilidad ordinaria y lo soportan todo con una constancia inquebrantable.

San Gregorio Nacianceno (330-390), obispo, doctor de la Iglesia
Disertación 26; PG 35, 1238

jueves, 24 de julio de 2008

TRIGO Y CIZAÑA

Un primer nudo dramático de esta parábola, está muy bien expresado en la amargura de los labriegos al caer en la cuenta una mañana de que su hermoso trigal está contaminado de cizaña. Como en Emaús, resuena en ellos la desilusión amarga del “nosotros esperábamos… otra cosa”. ¿No era que habías sembrado una semilla linda? ¿Cómo es que ahora está todo lleno de cizaña?”

El reproche resuena a lo largo y en lo profundo de toda la historia de la Iglesia, en cada una de las obras que emprendemos por el Señor… La belleza deslumbrante que nos llevó a seguirlo, la claridad de los proyectos a los que el Señor nos convocó, lo simple de sus invitaciones al amor, a la paz, a la alegría, al perdón misericordioso, a la dulzura y a la mansa paciencia, a la humildad de corazón… ¿cómo puede ser que embarcados en un Reino con estas leyes tan claras y teniendo la ayuda de la Eucaristía, de la Palabra, de la Reconciliación… y el ejemplo lindo de los santos… cómo puede ser que de pronto nos veamos enredados en discusiones agrias, en actitudes dobles, en peleas egoístas?

Aparece entonces el segundo nudo dramático: en el diálogo entre los servidores y el Patrón Jesús destaca la “actitud esplendida” del Dueño de la casa.

El Padre de familia juzga con lucidez: ‘Un enemigo hizo esto’.

Y luego decide con coraje: ‘No la corten, porque al arrancar la cizaña corren el peligro de arrancar también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero’.

En la parábola la cizaña ha crecido abundante –no son dos o tres yuyos sueltos- y eso significa que sus raíces están entremezcladas con las del trigo. Por eso no se puede arrancar. Hay que esperar a la cosecha y cosechar “distinto”. Mientras tanto habrá que aguantar el espectáculo desagradable de ver el lindo trigal manchado y contaminado. Tendrán que convivir con esta fealdad hasta el día de la cosecha. Es importante destacar también este aspecto estético del mal: su fealdad. No se trata en esta parábola de las agresiones que sufrieron los mensajeros del rey que invitó a las bodas de su hijo ni del asesinato del mismo hijo que perpetraron los viñadores homicidas. Aquí, la cizaña no tiene otro efecto que el de arruinar el gozo de un trigal puro y, en todo caso, el disgusto que da ver cómo una planta parásita se aprovecha de la tierra linda y de sus sales y jugos sin dar fruto. Pero al trigo mismo no le hace nada. Dará más trabajo la cosecha, eso sí. Pero la semilla linda dará lindos frutos y la tierra linda es generosa y no se agota por alimentar cizaña.

¿A qué se parece, entonces, el Reino de los cielos?

Se parece a esa actitud esplendida del Dueño del campo, que sostiene –con memoria agradecida y esperanza inquebrantable, la lucidez de ver el proceso completo que va de la semilla linda a la cosecha abundante.

Actitud de grandeza que se traduce en paciencia. Esa paciencia de sembrador y de cosechador, paciencia y buen ánimo que sobrelleva la humillación de tener que ver todos los días su hermoso trigal contaminado de cizaña (y tener que escuchar que le digan ¿pero qué sembraste? ¿qué semilla te vendieron?).

Actitud humilde y mansa que se traduce en ese no desobordarse, en esa templanza de no salir a arrancar la cizaña antes de tiempo, de no permitir que se le metan en el campo a diezmar las plantitas, a pisotear brotes tiernos, a embarrar la cancha y patear el tablero como decimos nosotros.

El padre de familias que le tiene fe a su semilla linda es nuestro Padre del Cielo: él mira la historia entera y lleva adelante su plan de salvación. Confía en esa Semilla linda que es Jesús, su Hijo amado, que no le hizo asco a quedar mezclado con la cizaña de este mundo, que se siembra una y otra vez en nuestros corazones pecadores, de manera tal que los va transformando en tierra linda con el humus de su sangre misericordiosa, y los va revitalizando con el Agua viva de su Espíritu.

Creo que una enseñanza sencilla de estas parábolas apunta a que tengamos un corazón de sembradores y de cosechadores –un corazón que apueste al tiempo y no a las coyunturas en las que la tentación es cortar cizaña-Diego Fares

miércoles, 23 de julio de 2008

ENFOQUE SOBRE LA CRISIS EL MEDIODIA

Apuntes de la charla del Monje Benedictino Pedro Alurralde
Colegio Cardenal Newman, 22 de julio de 2008
"Tu vida brillará más que el sol al mediodía" Job,11,17

Es bien cierto aquello que enseñaban los hindúes cuando dividían la vida humana en cuatro etapas. La primera dedicada a aprender. La segunda dedicada a realizarse realizando a nivel personal, familiar, comunitario y social. La edad media dedicada a peregrinar en «búsqueda de sí mismo». La ancianidad dedicada a la renuncia como sabiduría del «no deseo».
Aunque hoy en día los tiempos se entreveran y distorsionan, podríamos representar a la adultez como un mediodía de la vida que va avanzando con ritual lento e irreversible hacia el desafío y la meta de “una segunda conversión”. La crisis se hará presente entonces con sus dos ingredientes: el peligro y la oportunidad.
Es la etapa de la mitad de la vida, la que brinda mayor contenido a quienes desde hace años son esposos y padres, y también a los que han optado por un siempre en la vida sacerdotal o religiosa.
Los logros y gratificaciones alcanzados en ella, tanto en el campo afectivo, profesional y espiritual, como en el ámbito personal, familiar o comunitario, no excluyen la posibilidad de un desmoronamiento -a veces estrepitoso- de ideales e ilusiones sobre nosotros y sobre los otros.
Se hacen más notorias las incoherencias y más manifiestas las cicatrices del corazón. El futuro soñado muchas veces no coincide con el futuro dado.
Se va instalando un «climaterio» espiritual, con un aparente sin sentido de la vida y un planteo más lúcido de la muerte, desencadenado a veces por la partida de los seres más cercanos y queridos de la generación que nos precede.

Esta percepción más realista de la vida, puede sumergimos en un vacío espiritual y en una dolorosa pero salvadora crisis de fe.
Ha llegado la hora de asumir los fracasos, tanto aparentes como reales. Habrá que pasar del: “Conócete a ti mismo” del oráculo de Delfos, y del: “Acúsate a ti mismo”, de los primeros monjes, al: “Olvídate de ti mismo”. Para finalizar en el evangélico: "¡Acuérdate de los demás!".
Este tiempo difícil, fue interpretado por los antiguos, como el de la crisis del «demonio del mediodía» (Sal 91,6). Era el momento en el que más brillaba y calentaba el sol del mediodía. Los espejismos de las tentaciones se hacían más patentes, y se tornaban más peligrosos para los monjes que vivían en los arenales del desierto.
El reconocimiento de esta crisis expresada en formulaciones diferentes, de acuerdo a circunstancias y caracteres, contribuirá a iluminar el pasado y a condicionar el futuro. Invitándonos a renacer a la esperanza, cuando las ilusiones parecían muertas.
Una de los comportamientos posibles frente a esta situación límite puede ser la huida. «¡Quién me diera alas de paloma para volar y posarme! Emigraría lejos, habitaría en el desierto» (Sal 55,7-8).
La huida, tanto en la vida matrimonial como en la vida consagrada, puede adoptar dos modalidades diferentes: la huida hacia «adentro» y la huida hacia «afuera».
La primera -más frecuente-, conduce a una esquizofrenia de la persona, que viviendo una doble vida, una foro externo y otra foro interno, «baja las cortinas», y no sin resentimiento y frustración, se aísla y repliega, en una actitud hipercrítica. Pretende beneficiarse del estar y del no estar, sin un compromiso pleno y estable, ni con los de afuera ni con los de adentro.
Hasta cierto punto, se “jubila” con la vida auténtica que debería llevar. Trata de “sobrevivir”, dentro de su familia o de su comunidad, conviviendo ambiguamente, con su o sus escapes, convertidos en mecanismos de compensación y de aparente estabilidad.
La segunda -más conocida-, es la tentación del abandono definitivo de la pareja o de la consagración religiosa o sacerdotal.

Frente a la crisis de la edad media, y al peligro de la huida, se presenta el desafío de un comportamiento más auténtico, que en el creyente se hace más totalizante.
Hay que apostar al Dios defensor de las causas perdidas. Hay que jugar a «cara o cruz», al «ahora o nunca». Manteniendo a toda costa y con todo costo, la paciencia con uno mismo. Aceptándose ya no con conceptos, sino de corazón, con mansedumbre y pobreza.
«Porque así habla el Señor, el Santo de Israel: En la conversión y en la calma está la salvación de ustedes; en la serenidad y la confianza está su fuerza» (Is 30,15).
Dentro del contexto de esta apuesta, hay que apoyarse y creer ciegamente en un garante para quien nada es imposible, y que superando nuestras impotencias, se maneja por los parámetros del amor.
«Si nuestro corazón nos acusa de algo. Dios es más grande que nuestro corazón, y lo sabe todo» (1 Jn 3,20). «Hemos llegado a saber y a creer que Dios nos ama, Dios es amor» (1 Jn 4,16). «Conocemos lo que es el amor porque Jesucristo dio su vida por nosotros» (1 Jn 3,16).
En el discernimiento de esta crisis meridiana, juega un rol de primordial importancia, lo que los antiguos monjes llamaban la «apertura del corazón», que suponía recurrir a la ayuda y el acompañamiento de algún interlocutor válido, con suficiente experiencia de vida, madurez espiritual, y capaz de guardar discreción en lo confiado.
Dice san Benito en su Regla para monjes, que hay que saber recurrir a los que saben curar sus propias heridas y las ajenas, sin descubrirlas ni publicarlas.
El reconocer con humildad la situación padecida de crisis, actualiza aquello que nos enseñaban en medicina, de que no hay peor enfermo, que el que niega estarlo. Y que el que acepta con realismo su enfermedad, ya tiene un cincuenta por ciento ganado.
Sin embargo, todo lo dicho hasta ahora no bastaría, sino no nos invitase a radicalizar desde la fe, una vocación a la solidaridad.
«El que no se preocupa de los suyos, y sobre todo de los de su propia familia, ha negado la fe y es peor que los que no creen» (1 Tm 5,8).
Esto va a dar sentido en última instancia a un vivir y a un morir, sobre todo en esta encrucijada, en que nos parece que lo que vemos en la vereda de enfrente de nuestra vida, es más atrayente de lo que vemos desde nuestra vereda y hacia nuestro lado.
El llamado a servir a los demás, expresado como un imperativo categórico, contribuirá a hacemos superar el círculo vicioso de nuestros egoísmos, desplazando nuestro yo narcisista, hacia el tú altruista del otro.
«Haz Señor que en mi soledad, pueda servir a las soledades de mis hermanos» (Miguel de Unamuno).
Atravesando tiempos y distancias, llegamos al final de una larga etapa, rengueando pero bendecidos (Gn 32,24-31) Y con una fe madurada. Acrisolada por las pruebas y el sufrimiento, y con una renovada opción por el amor, que nos convertirá en protagonistas y genuinos concelebrantes de la liturgia del mediodía de la vida.
«Si te das a ti mismo en servicio del hambriento, si ayudas al afligido en su necesidad, tu luz brillará en la oscuridad, tus sombras se convertirán en luz de mediodía» (Is 58,10).

REACCIONES A LA CRISIS (Parte II)

Una de los comportamientos posibles frente a esta situación límite puede ser la huida. «¡Quién me diera alas de paloma para volar y posarme! Emigraría lejos, habitaría en el desierto» (Sal 55,7-8).
La huida, tanto en la vida matrimonial como en la vida consagrada, puede adoptar dos modalidades diferentes: la huida hacia «adentro» y la huida hacia «afuera».
La primera -más frecuente-, conduce a una esquizofrenia de la persona, que viviendo una doble vida, una foro externo y otra foro interno, «baja las cortinas», y no sin resentimiento y frustración, se aísla y repliega, en una actitud hipercrítica. Pretende beneficiarse del estar y del no estar, sin un compromiso pleno y estable, ni con los de afuera ni con los de adentro.
Hasta cierto punto, se “jubila” con la vida auténtica que debería llevar. Trata de “sobrevivir”, dentro de su familia o de su comunidad, conviviendo ambiguamente, con su o sus escapes, convertidos en mecanismos de compensación y de aparente estabilidad.
La segunda -más conocida-, es la tentación del abandono definitivo de la pareja o de la consagración religiosa o sacerdotal.

Frente a la crisis de la edad media, y al peligro de la huida, se presenta el desafío de un comportamiento más auténtico, que en el creyente se hace más totalizante.
Hay que apostar al Dios defensor de las causas perdidas. Hay que jugar a «cara o cruz», al «ahora o nunca». Manteniendo a toda costa y con todo costo, la paciencia con uno mismo. Aceptándose ya no con conceptos, sino de corazón, con mansedumbre y pobreza.
«Porque así habla el Señor, el Santo de Israel: En la conversión y en la calma está la salvación de ustedes; en la serenidad y la confianza está su fuerza» (Is 30,15).
Dentro del contexto de esta apuesta, hay que apoyarse y creer ciegamente en un garante para quien nada es imposible, y que superando nuestras impotencias, se maneja por los parámetros del amor.
«Si nuestro corazón nos acusa de algo. Dios es más grande que nuestro corazón, y lo sabe todo» (1 Jn 3,20). «Hemos llegado a saber y a creer que Dios nos ama, Dios es amor» (1 Jn 4,16). «Conocemos lo que es el amor porque Jesucristo dio su vida por nosotros» (1 Jn 3,16).
En el discernimiento de esta crisis meridiana, juega un rol de primordial importancia, lo que los antiguos monjes llamaban la «apertura del corazón», que suponía recurrir a la ayuda y el acompañamiento de algún interlocutor válido, con suficiente experiencia de vida, madurez espiritual, y capaz de guardar discreción en lo confiado.
Dice san Benito en su Regla para monjes, que hay que saber recurrir a los que saben curar sus propias heridas y las ajenas, sin descubrirlas ni publicarlas.
El reconocer con humildad la situación padecida de crisis, actualiza aquello que nos enseñaban en medicina, de que no hay peor enfermo, que el que niega estarlo. Y que el que acepta con realismo su enfermedad, ya tiene un cincuenta por ciento ganado.
Sin embargo, todo lo dicho hasta ahora no bastaría, sino no nos invitase a radicalizar desde la fe, una vocación a la solidaridad.
«El que no se preocupa de los suyos, y sobre todo de los de su propia familia, ha negado la fe y es peor que los que no creen» (1 Tm 5,8).
Esto va a dar sentido en última instancia a un vivir y a un morir, sobre todo en esta encrucijada, en que nos parece que lo que vemos en la vereda de enfrente de nuestra vida, es más atrayente de lo que vemos desde nuestra vereda y hacia nuestro lado.
El llamado a servir a los demás, expresado como un imperativo categórico, contribuirá a hacemos superar el círculo vicioso de nuestros egoísmos, desplazando nuestro yo narcisista, hacia el tú altruista del otro.
«Haz Señor que en mi soledad, pueda servir a las soledades de mis hermanos» (Miguel de Unamuno).
Atravesando tiempos y distancias, llegamos al final de una larga etapa, rengueando pero bendecidos (Gn 32,24-31) Y con una fe madurada. Acrisolada por las pruebas y el sufrimiento, y con una renovada opción por el amor, que nos convertirá en protagonistas y genuinos concelebrantes de la liturgia del mediodía de la vida.
«Si te das a ti mismo en servicio del hambriento, si ayudas al afligido en su necesidad, tu luz brillará en la oscuridad, tus sombras se convertirán en luz de mediodía» (Is 58,10).

martes, 22 de julio de 2008

BENEDICTO LES HABLÓ A LOS JÓVENES...

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Hipódromo de Randwick
Domingo 20 de julio de 2008



Queridos amigos

«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza» (Hch 1,8). Hemos visto cumplida esta promesa. En el día de Pentecostés, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor resucitado, sentado a la derecha del Padre, envió el Espíritu Santo a sus discípulos reunidos en el cenáculo. Por la fuerza de este Espíritu, Pedro y los Apóstoles fueron a predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En cada época y en cada lengua, la Iglesia continúa proclamando en todo el mundo las maravillas de Dios e invita a todas las naciones y pueblos a la fe, a la esperanza y a la vida nueva en Cristo.

En estos días, también yo he venido, como Sucesor de san Pedro, a esta estupenda tierra de Australia. He venido a confirmaros en vuestra fe, jóvenes hermanas y hermanos míos, y a abrir vuestros corazones al poder del Espíritu de Cristo y a la riqueza de sus dones. Oro para que esta gran asamblea, que congrega a jóvenes de «todas las naciones de la tierra» (Hch 2,5), se transforme en un nuevo cenáculo. Que el fuego del amor de Dios descienda y llene vuestros corazones para uniros cada vez más al Señor y a su Iglesia y enviaros, como nueva generación de Apóstoles, a llevar a Cristo al mundo.

«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza». Estas palabras del Señor resucitado tienen un significado especial para los jóvenes que serán confirmados, sellados con el don del Espíritu Santo, durante esta Santa Misa. Pero estas palabras están dirigidas también a cada uno de nosotros, es decir, a todos los que han recibido el don del Espíritu de reconciliación y de la vida nueva en el Bautismo, que lo han acogido en sus corazones como su ayuda y guía en la Confirmación, y que crecen cotidianamente en sus dones de gracia mediante la Santa Eucaristía. En efecto el Espíritu Santo desciende nuevamente en cada Misa, invocado en la plegaria solemne de la Iglesia, no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, sino también para transformar nuestras vidas, para hacer de nosotros, con su fuerza, «un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo».

Pero, ¿qué es este «poder» del Espíritu Santo? Es el poder de la vida de Dios. Es el poder del mismo Espíritu que se cernía sobre las aguas en el alba de la creación y que, en la plenitud de los tiempos, levantó a Jesús de la muerte. Es el poder que nos conduce, a nosotros y a nuestro mundo, hacia la llegada del Reino de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús anuncia que ha comenzado una nueva era, en la cual el Espíritu Santo será derramado sobre toda la humanidad (cf. Lc 4,21). Él mismo, concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María, vino entre nosotros para traernos este Espíritu. Como fuente de nuestra vida nueva en Cristo, el Espíritu Santo es también, de un modo muy verdadero, el alma de la Iglesia, el amor que nos une al Señor y entre nosotros y la luz que abre nuestros ojos para ver las maravillas de la gracia de Dios que nos rodean.

Aquí en Australia, esta «gran tierra meridional del Espíritu Santo», todos nosotros hemos tenido una experiencia inolvidable de la presencia y del poder del Espíritu en la belleza de la naturaleza. Nuestros ojos se han abierto para ver el mundo que nos rodea como es verdaderamente: «colmado», como dice el poeta, «de la grandeza de Dios», repleto de la gloria de su amor creativo. También aquí, en esta gran asamblea de jóvenes cristianos provenientes de todo el mundo, hemos tenido una experiencia elocuente de la presencia y de la fuerza del Espíritu en la vida de la Iglesia. Hemos visto la Iglesia como es verdaderamente: Cuerpo de Cristo, comunidad viva de amor, en la que hay gente de toda raza, nación y lengua, de cualquier edad y lugar, en la unidad nacida de nuestra fe en el Señor resucitado.

La fuerza del Espíritu Santo jamás cesa de llenar de vida a la Iglesia. A través de la gracia de los Sacramentos de la Iglesia, esta fuerza fluye también en nuestro interior, como un río subterráneo que nutre el espíritu y nos atrae cada vez más cerca de la fuente de nuestra verdadera vida, que es Cristo. San Ignacio de Antioquía, que murió mártir en Roma al comienzo del siglo segundo, nos ha dejado una descripción espléndida de la fuerza del Espíritu que habita en nosotros. Él ha hablado del Espíritu como de una fuente de agua viva que surge en su corazón y susurra: «Ven, ven al Padre» (cf. A los Romanos, 6,1-9).

Sin embargo, esta fuerza, la gracia del Espíritu Santo, no es algo que podamos merecer o conquistar; podemos sólo recibirla como puro don. El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la oración: la plegaria cotidiana, la privada en la quietud de nuestros corazones y ante el Santísimo Sacramento, y la oración litúrgica en el corazón de la Iglesia. Ésta es pura receptividad de la gracia de Dios, amor en acción, comunión con el Espíritu que habita en nosotros y nos lleva, por Jesús y en la Iglesia, a nuestro Padre celestial. En la potencia de su Espíritu, Jesús está siempre presente en nuestros corazones, esperando serenamente que nos dispongamos en el silencio junto a Él para sentir su voz, permanecer en su amor y recibir «la fuerza que proviene de lo alto», una fuerza que nos permite ser sal y luz para nuestro mundo.

En su Ascensión, el Señor resucitado dijo a sus discípulos: «Seréis mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Aquí, en Australia, damos gracias al Señor por el don de la fe, que ha llegado hasta nosotros como un tesoro transmitido de generación en generación en la comunión de la Iglesia. Aquí, en Oceanía, damos gracias de un modo especial a todos aquellos misioneros, sacerdotes y religiosos comprometidos, padres y abuelos cristianos, maestros y catequistas, que han edificado la Iglesia en estas tierras. Testigos como la Beata Mary Mackillop, San Peter Chanel, el Beato Peter To Rot y muchos otros. La fuerza del Espíritu, manifestada en sus vidas, está todavía activa en las iniciativas beneficiosas que han dejado en la sociedad que han plasmado y que ahora se os confía a vosotros.

Queridos jóvenes, permitidme que os haga una pregunta. ¿Qué dejaréis vosotros a la próxima generación? ¿Estáis construyendo vuestras vidas sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad? ¿Cómo estáis usando los dones que se os han dado, la «fuerza» que el Espíritu Santo está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes que os sucederán? ¿Qué os distinguirá?

La fuerza del Espíritu Santo no sólo nos ilumina y nos consuela. Nos encamina hacia el futuro, hacia la venida del Reino de Dios. ¡Qué visión magnífica de una humanidad redimida y renovada descubrimos en la nueva era prometida por el Evangelio de hoy! San Lucas nos dice que Jesucristo es el cumplimiento de todas las promesas de Dios, el Mesías que posee en plenitud el Espíritu Santo para comunicarlo a la humanidad entera. La efusión del Espíritu de Cristo sobre la humanidad es prenda de esperanza y de liberación contra todo aquello que nos empobrece. Dicha efusión ofrece de nuevo la vista al ciego, libera a los oprimidos y genera unidad en y con la diversidad (cf. Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Esta fuerza puede crear un mundo nuevo: puede «renovar la faz de la tierra» (cf. Sal 104,30).

Fortalecida por el Espíritu y provista de una rica visión de fe, una nueva generación de cristianos está invitada a contribuir a la edificación de un mundo en el que la vida sea acogida, respetada y cuidada amorosamente, no rechazada o temida como una amenaza y por ello destruida. Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo ser profetas de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad.

El mundo tiene necesidad de esta renovación. En muchas de nuestras sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes han cavado aljibes agrietados y vacíos (cf. Jr 2,13) en una búsqueda desesperada de significado, de ese significado último que sólo puede ofrecer el amor? Éste es el don grande y liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela nuestra dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. Revela la llamada sublime de la humanidad, que es la de encontrar la propia plenitud en el amor. Él revela la verdad sobre el hombre, la verdad sobre la vida.

También la Iglesia tiene necesidad de renovación. Tiene necesidad de vuestra fe, vuestro idealismo y vuestra generosidad, para poder ser siempre joven en el Espíritu (cf. Lumen gentium, 4). En la segunda lectura de hoy, el apóstol Pablo nos recuerda que cada cristiano ha recibido un don que debe ser usado para edificar el Cuerpo de Cristo. La Iglesia tiene especialmente necesidad del don de los jóvenes, de todos los jóvenes. Tiene necesidad de crecer en la fuerza del Espíritu que también ahora os infunde gozo a vosotros, jóvenes, y os anima a servir al Señor con alegría. Abrid vuestro corazón a esta fuerza. Dirijo esta invitación de modo especial a los que el Señor llama a la vida sacerdotal y consagrada. No tengáis miedo de decir vuestro «sí» a Jesús, de encontrar vuestra alegría en hacer su voluntad, entregándoos completamente para llegar a la santidad y haciendo uso de vuestros talentos al servicio de los otros.

Dentro de poco celebraremos el sacramento de la Confirmación. El Espíritu Santo descenderá sobre los candidatos; ellos serán «sellados» con el don del Espíritu y enviados para ser testigos de Cristo. ¿Qué significa recibir la «sello» del Espíritu Santo? Significa ser marcados indeleblemente, inalterablemente cambiados, significa ser nuevas criaturas. Para los que han recibido este don, ya nada puede ser lo mismo. Estar «bautizados» en el Espíritu significa estar enardecidos por el amor de Dios. Haber «bebido» del Espíritu (cf. 1 Co 12,13) significa haber sido refrescados por la belleza del designio de Dios para nosotros y para el mundo, y llegar a ser nosotros mismos una fuente de frescor para los otros. Ser «sellados con el Espíritu» significa además no tener miedo de defender a Cristo, dejando que la verdad del Evangelio impregne nuestro modo de ver, pensar y actuar, mientras trabajamos por el triunfo de la civilización del amor.

Al elevar nuestra oración por los confirmandos, pedimos también que la fuerza del Espíritu Santo reavive la gracia de la Confirmación de cada uno de nosotros. Que el Espíritu derrame sus dones abundantemente sobre todos los presentes, sobre la ciudad de Sydney, sobre esta tierra de Australia y sobre todas sus gentes. Que cada uno de nosotros sea renovado en el espíritu de sabiduría e inteligencia, el espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y piedad, espíritu de admiración y santo temor de Dios.

Que por la amorosa intercesión de María, Madre de la Iglesia, esta XXIII Jornada Mundial de la Juventud sea vivida como un nuevo cenáculo, de forma que todos nosotros, enardecidos con el fuego del amor del Espíritu Santo, continuemos proclamando al Señor resucitado y atrayendo a cada corazón hacia Él. Amén.

martes, 15 de julio de 2008

SEMBREMOS SIN RETENCIONES !!!

La parábola del sembrador fue comentada el domingo pasado por Jorge Luis, en lugar de Georgie, en la misa de 20 hs del Marín.
Me quedé pensando una idea novedosa para mi, que fue el eje de la homilía.
Casi siempre, en este evangelio, se busca la interpretación de los distintos suelos en los que cae la semilla. Se pone el acento en ¿cómo es recibida por nosotros la palabra de Dios?.
Pero casi nunca, se hace hincapié en la forma en la que se siembra.
Me gustó la imagen de Dios que siembra tan generosamente, que no se fija dónde, ni cuándo. La semilla se siembra al voleo. Cae donde cae. Se siembra con entusiasmo. No hay campos predestinados. No hay un mensaje para elegidos.-
Nosotros debemos obrar igual. En nuestro apostolado, que es una obligación, no podemos hacer discriminación alguna. El mensaje que tenemos que transmitir, ES PARA TODOS.
Tampoco hay entre nosotros sembradores de primera, de segunda ni de tercera. Cada uno dice lo que tiene que decir. Y lo dice como puede. Con sus limitaciones, con sus incoherencias. Dejemos que el Espíritu Santo complete la obra. No pretendamos digitar la acción de Dios. Sembremos. Sembremos con entusiasmo. Sembremos sin retenciones.- Esteban M. Mazzinghi

viernes, 11 de julio de 2008

LAS PEQUEÑAS COSAS...

Jesús dijo:
Te alabo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra,
porque habiendo ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes
se las has revelado a los pequeñitos.
Sí, Padre porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre
y nadie conoce al Hijo sino el Padre,
así como nadie conoce al Padre sino el Hijo
y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar...

Y ¿cuáles son ‘esas cosas’ que el Padre sólo le revela a los pequeñitos?

Preguntémonos, porque no vaya a ser que se nos estén ocultando a nosotros por pasarnos de sensatos.
Miren que Pablo habla de una sabiduría de la cruz, que para los “sabios” griegos es necedad (una tontudez para decirlo de manera que se entienda) y para los “prudentes” judíos es un escándalo (algo indignante y que no se puede tolerar) (1 Cor 1, 22-23).

Y puede suceder que se nos mezclen los parámetros de la cultura actual y que lo que nos parece obvio y verdaderísimo sea precisamente lo que nos está ocultando la sabiduría de Dios. Esto es grave porque puede ser que el Padre esté haciendo maravillas entre nosotros y nosotros las despreciemos porque nos parecen tontudeces o que –peor- estemos en contra porque nos parece que está todo mal.

¿No tenemos diferencias de criterio acaso en la Iglesia? No digo las diferencias que hacen a un diálogo creativo y enriquecedor. Hablo de esas diferencias que llevan al distanciamiento y a la frialdad cuando no al resentimiento encubierto y a las peleas manifiestas. En las cosas que el Padre revela a sus pequeños no hay diferencia de criterios que alejen ni sentimientos malos que enfrenten. Todo lo contrario: hay un mismo pensar y un mismo sentir: un solo corazón. Humilde y manso como el de Jesús.

Nos preguntamos entonces de nuevo ¿cuales son esas cosas que el Padre revela? No me animaría a enumerar citas evangélicas, a decir que “esas cosas” que el Padre revela son: el “Amor a Dios y al prójimo”, el “servir a los más pobres de entre los pobres”, el “dar gratis lo que recibimos gratis”, el “poner la otra mejilla”.… Si usamos estas frases como “verdades para discutir” no sirven de mucho. Al contrario. Solo valen si son “revelación del Padre a un corazón pequeñito”. Porque muchas veces esas “verdades” se convierten en piedras que nos arrojamos entre nosotros.
No se trata de “cosas” en el sentido material de las palabras sino de “cosas reveladas por el Padre a los pequeñitos y certificadas por la alegría que Jesús comparte con sus discípulos”.
Como vemos, son “cosas”, pero complejas. Como es compleja la “cosa pública”, la Re-pública.
Jesús mismo es la “cosa” que el Padre revela. Aunque es una palabra que puede parecer vulgar “cosa” es un palabra pequeñita, disponible para todo, una palabra de esas que no “achican” el contenido, sino que se ensanchan con él... Diego Fares.-

martes, 8 de julio de 2008

E.T. XII "Un año, desde que salimos del vestuario..."


Muchachos:
Para festejar nuestro aniversario de ENCUENTRO CON UNO MISMO y CON EL SEÑOR, quería mandarles algunas reflexiones de esos 2 días....

Volviendo a las Bodas de Caná pensemos en cuántos hombres están ocupados llenando de agua las tinajas de su vida sin saber que Jesús está a su lado para convertirlas en el buen vino de la Eucaristía.
Quizás como estamos mucho tiempo PREOCUPADOS y reflexionando sobre nuestros problemas no podemos revelárselos a ellos, que no tienen el privilegio que a nosotros se nos ha dado.
Para DOMAR nuestro futuro hay que ASIMILAR el pasado y VIVIR PLENAMENTE el presente.
Si nos preocupamos por LO QUE PASO vivimos en una constante NOSTALGIA.
Si nos preocupados por lo que VA A PASAR vivimos en una constante ANSIEDAD.
Qué lugar nos queda en nuestro interior para VIVIR PLENAMENTE EL PRESENTE?
Hay que romper con esta ESTRUCTURA DE INMADUREZ.

La auténtica vida cristiana es mantenerse en el amor de Cristo, permanecer en él; ese amor se vive en la comunidad y se irradia al mundo.
Eso es lo que pide ahora Jesús a sus discípulos. Les pide que permanezcan en su amor.
Ese amor no es una simple teoría, sino la fidelidad a su palabra.
María fue fiel y obediente=>del latín”audire”=Escuchar distinto a Sordo=>proviene del término “surdus”=Absurdo.

“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.- Nadie viene al Padre sino por mí”.
Con su respuesta, Jesús está como diciendo: ¿Por dónde quieres ir? Yo soy el Camino. ¿Adónde quieres ir? Yo soy la Verdad. ¿Dónde quieres permanecer? Yo soy la Vida.
Esta es la “buena nueva”: la historia adquiere un sentido, el hombre adquiere un sentido, todo hombre está destinado a vivir cerca del Padre...

Gracia
Por eso caminar según el espíritu, no es otra cosa que llevar al límite de lo posible a nuestra pobre naturaleza humana para parecernos más a Dios. “Esto es gracia”.
Por eso, podemos vivir como Jesús nos pide porque “su gracia” nos ayuda a caminar por los caminos del Señor, a imitar y seguir a Cristo.

Un fuerte y gran abrazo ,SE PUEDE
Andoto

miércoles, 2 de julio de 2008

ATENCION Y ORACION

Este es un mensaje para todos los que entran al blog. Es importante que se fijen en los links que están a la derecha de la página. Ahí encontrarán novedades de variada índole. Y ESPECIALMENTE les pido que echen un vistado a HOY REZAMOS POR ... Es importante que las oraciones que allí se piden tengan un respuesta efectiva. Nos va a hacer crecer como comunidad, y para la persona que pide oraciones, es muy tranqulizador saber que estamos rezando on line. Dicho de otra manera: "RECEN CARAJO"... Fdo ESTEBAN M. MAZZINGHI