jueves, 18 de septiembre de 2008

SOLO PARA PADRES...

El filósofo alemán Federico Nietzsche (1844-1900), uno de los pensadores más vigorosos y cuestionadores que han dejado huella en el pensamiento contemporáneo, sostenía: "Cuando tu obra abre la boca, tú debes cerrar el pico.
Hay que retirar los andamios cuando la casa está construida". Acaso en eso consista el arte de ser padres: en saber poner los andamios y en saber cuándo y cómo quitarlos.
Ponerlos significa establecer límites, sostenerlos, mantenerse presente emocional, física, espiritual y moralmente en la vida de los hijos, ser su guía y su referente. Y, sobre todo, serlo a través de las conductas más que de los discursos. Significa saber que seremos confrontados por nuestros hijos, pues no se crece sin cuestionar. Y que deberemos responder a la confrontación con serenidad, con constancia, con firmeza y con ternura. Parece difícil, y lo es. Pero criar hijos no es jugar a las muñecas. Es responder a las vidas que hemos creado o adoptado. Es respetar y hacerse responsable de la conservación de una asimetría inevitable, plástica, fluyente. Nuestros hijos no necesitan dictadores ni cómplices. Tanto el dictador como el cómplice (el padre "amigo") desaparecen como padres, eliminan al adulto significativo, que guía. La dictadura y la complicidad (falso nombre de la amistad) son dos vías de escape que, por comodidad o por desconocimiento, los padres suelen tomar. Desde un aspecto funcional, los hijos quedan entonces huérfanos.

Quitar los andamios equivale a reconocer que nuestros hijos ya no son las semillas que plantamos una vez, sino los árboles que esas semillas contenían. Es reconocerlos como personas autónomas, como seres únicos, diferentes de nosotros, que no vinieron a cumplir nuestros sueños, sino los propios.

El mayor éxito de la paternidad y de la maternidad, decía una persona de la que mucho aprendí, es haber criado personas autónomas, con capacidad de autoapoyo, responsables de sus acciones, personas que saben convivir con los límites lógicos de la vida y, al hacerlo, eligen, son libres.
Cuando les exigimos que sean lo que nosotros queremos que sean o creemos que deben ser, ponemos un dique que interfiere, desvía y distorsiona el fluir de la corriente existencial. Esa exigencia tiene que ver con nosotros, no con ellos. Nos exigimos cumplir una meta a través de ellos ("Si mi hijo no obtiene un título, yo habré fracasado").

En La sabiduría de las emociones, un compendio de sensibilidad y sapiencia, el doctor Norberto Levy describe la exigencia como el lazo que existe entre un exigidor y un exigido. Entre alguien que reclama, por sobre todo, resultados, que sólo plantea metas, y alguien que es conminado a obtenerlas.
El exigidor no escucha al exigido, no lo registra, no lo toma en cuenta. Está centrado en la meta. Y el exigido se siente cada vez más ignorado y desvalorizado. Acaso cumpla las metas, pero no será feliz: simplemente habrá pagado un precio, a veces doloroso en términos psíquicos y emocionales, para ser registrado. Es un error, dice Levy, creer que la exigencia conduce a la excelencia. Diferente es proponer, pedir o preguntar. Esto le permite al otro decir que no, argumentar, pensar. En definitiva, existir.
Cuando desaparece la ecuación exigidor-exigido, se instala el diálogo. Y aunque ese diálogo sea asimétrico (y en la relación de padres e hijos, adultos y jóvenes, debe serlo), puede dar lugar a nuevas propuestas, a metas significativas y, sobre todo, compartidas.
Un viejo dicho de autor anónimo lo expresa así: "Con el tiempo aprendes la diferencia entre tomar la mano de alguien y encadenar su alma". La exigencia es una cadena que deja marcas a veces indelebles.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este articulo lo escribio Sergio Sinay. Autor entre otros de "La sociedad de los hijos huerfanos" que es muy bueno. Como diria Nimo por lo menos asi lo veo yo!!! slds