domingo, 19 de febrero de 2012

22 de febrero: Miércoles de Ceniza. ¿Para qué ayunar?

            Este miércoles comienza la Cuaresma. Siendo uno de los únicos dos días al año (junto al Viernes Santo) en los cuales la Iglesia pide a los fieles que hagan ayuno y abstinencia, es bueno preguntarse, “¿Qué sentido tiene el ayuno?”.


Recordemos que los evangelistas relatan en varias oportunidades, que Jesús ayunaba y recomendaba hacerlo para progresar en la vida espiritual, como leemos en estos pasajes:
            “Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días. No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre. El demonio le dijo entonces: «Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan». Pero Jesús le respondió: «Dice la Escritura: "El hombre no vive solamente de pan"».”  (Lc. 4, 1-4)

“Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mt. 6, 16-18)

El Señor también indica el ayuno como forma de fortalecerse en la fe y en el servicio al Reino de Dios: “Y les dijo: Este género (de espíritus inmundos)  con nada puede salir, sino con oración y ayuno.” (Mc. 9, 29, aunque en otras versiones fueron eliminadas las palabras “y ayuno”)

            “Un día en que los discípulos de Juan y los fariseos, fueron a decirle a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacen los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos?». Jesús les respondió: «¿Acaso los amigos del esposo pueden ayunar cuando el esposo está con ellos? Es natural que no ayunen, mientras tienen consigo al esposo. Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán.”  (Mc. 2, 18-20)

            Notemos como es claro que Jesús daba por sentado que, como él, sus discípulos iban a mantener esta profunda tradición espiritual del pueblo judío. No les dijo "Si alguna vez ayunan…” ni “Quizás después ayunen…”, sino “Cuando ayunen…” y “Ayunarán”.

            Mucho antes de Jesús, los hebreos ayunaban dos veces a la semana, los miércoles y los viernes, (Lc. 18, 12). También como expiación y purificación, ante graves dificultades o amenazas, en arrepentimiento y para evitar castigos, ante decisiones y actos importantes, ante duelos o desastres, (como los ninivitas en Jonás 3, 5-10).

            Los primeros cristianos continuaron los dos días de ayuno (los miércoles y los viernes). Algunos ayunaban el sábado, en preparación para el Día del Señor, cuando comulgaban. En Semana Santa se ayunaba semanas enteras. En las comunidades religiosas el ayuno sigue siendo una práctica común hasta hoy día, y en algunas comunidades de laicos también, pero a la generalidad de sus fieles, la Iglesia actual sólo les requiere sólo dos días de ayuno mencionados.
            Curiosamente, la palabra “desayuno”, se refiere justamente a la comida que se recibía después de la Santa Misa, ya que desde la medianoche anterior se ayunaba como forma de respeto a la Eucaristía. Hoy la Iglesia pide un ayuno eucarístico de sólo una hora.
            En muchas apariciones marianas (La Salette, Lourdes, Fátima y últimamente en Medjugorje), en sus mensajes, María insiste en la importancia de la oración y de la penitencia (una de cuyas formas es el ayuno). Sus mensajes en Medjugorje insisten específicamente en el ayuno, detallando las razones y la forma correcta de hacerlo, siempre vinculado a la oración (Rosario).

“¿Para qué sirve?”
El ayuno nos desprende el corazón de las cosas que nos atan a las preocupaciones del mundo, la oración nos une más a Dios. Así el ayuno nos da una nueva libertad del corazón y de la mente. Es un llamado a la conversión dirigido a nuestro cuerpo, que nos libera de las cosas materiales (externas a nosotros) y también de las pasiones (dentro de nosotros). Por eso el ayuno nos da libertad.
            Si lo que se requiere para transformar la disposición de nuestro corazón y de nuestra mente, es el regreso absoluto y radical a Dios, el ayuno facilita ese retorno, sirviendo a esta conversión.
            Para este regreso radical a Dios, es imprescindible la oración, que aumenta su calidad y se vuelve libre si se la combina con el ayuno. A su vez, ayunar es difícil, y a veces doloroso. Sólo la ayuda de la oración nos permitirá realizarlo sin descargar nuestra incomodidad física como malhumor e impaciencia hacia los que nos rodean.

            El ayuno nos asegura una fortaleza dinámica de nuestro espíritu. Es el medio más eficaz para detectar en nuestro corazón la predisposición a la autosuficiencia (y la soberbia). Nos ayuda a aferrarnos más a la voluntad de Dios, a comprenderla mejor y por lo tanto a comprendernos mejor a nosotros mismos. “Permite al hombre demostrar, fortalecer y estabilizar su autocontrol. Mientras el hombre no sea el amo de sí mismo, no será capaz de abandonarse completamente en manos de Dios.” (L. Rupcic)

            Cuando “no tenemos tiempo” para la oración, en realidad manifestamos la falta de la necesidad de Dios, de encontrarnos con Él a través de la oración. Cuanto más aferrados estemos a las cosas materiales, menos tiempo tendremos para la oración y más tenderemos a la autosuficiencia y el ateísmo práctico. El ayuno pone las cosas bajo la perspectiva correcta. Lentamente nos hace percatar nuestras necesidades más profundas del corazón, que ni el mundo entero puede satisfacer: nos abre a la convicción de la necesidad de Dios. El vacío físico del ayuno nos hace concientes de nuestro “hambre” espiritual y de nuestra necesidad; experimentamos nuestra dependencia de un Dios que nos hace libres.
            Necesitamos ayunar para crecer en la oración y para orar desde el corazón, y necesitamos orar para ayunar mejor.
            Un corazón que reconoce más su necesidad de la amistad de Dios, podrá escuchar más fácilmente su Palabra. El día de ayuno es un día para aprovechar para leer las Escrituras y saborear sus enseñanzas con mayor facilidad. También se aprovecha más la Adoración Eucarística.
            Por el ayuno, nuestros corazones se vuelven más puros, reconocen mejor lo que necesitan y lo que es innecesario, distinguen más lo esencial de lo accesorio. Nos libera interiormente y facilita nuestro encuentro con Dios y con las personas (reconciliación).
El desapego a las cosas también disminuye nuestra conflictividad. Nos transforma en un pueblo peregrino, que busca a Dios y que tiene una nueva libertad, una motivación, (la esperanza de encontrarse con el Señor), y que está con el corazón abierto a las necesidades (espirituales y materiales) de los demás.
            Eso si, si ayunamos, hagámoslo “desde el corazón”, como lo pide María. No como un formalismo con el cual se cumple, como el fariseo de Lc. 18, 9-14, que efectivamente ayunaba al pie de la letra, pero no por amor, sino por autosuficiencia.

“Pero, ¿no se pasó de moda ya? ¿no es que la Iglesia ya no le ve utilidad?”
            La Iglesia recomienda el ayuno (cf. Canon 1249) como ayuda al dominio de las pasiones y como forma de arrepentimiento y reparación de los pecados. El ayuno siempre ha sido y sigue siendo parte de la ascética católica. No fue rechazado, como dicen algunos, por el Concilio Vaticano II, sino que se dejó de imponer obligatoriamente, más allá de su mínima expresión (2 días al año y una hora antes de comulgar), lo que evita el fariseísmo, y asegura que los fieles al menos tengan la oportunidad de experimentarlo alguna vez. De ninguna manera perdió su valor. De la misma manera que la Iglesia pide que cada creyente se confiese y comulgue al menos una vez al año, es obvio que nadie que quiera tener una fe viva, plena y que crece, se conformará con ese mínimo de los mínimos.

            En Medjugorje, María pide ignorar ese mínimo y hacer un retorno al ayuno, haciéndolo 2 días a la semana (miércoles y viernes) “a pan y agua” (“la mejor manera de ayunar”, según ella lo enseña). Esto es, no que no se ingiera ningún alimento, sino que se debe ingerir (sólo) pan y agua. Pero debe ser progresivamente y adaptándose a cada situación. En sus mensajes el ayuno no se limita a la Cuaresma, sino como un hábito permanente, siempre asociado al rezo del Rosario, a la penitencia y a la caridad.

            Hay una fuerte relación entre el ayuno y la Eucaristía. Todo lo que Dios Padre hizo con respecto al maná y lo que Jesús hizo con respecto al pan, buscó prepararnos para el Pan del Cielo. El ayuno nos desapega de nuestro plato de comida para darle más importancia a nuestro alimento primordial, que es Dios mismo. Debemos padecer hambre corporal para tomar más conciencia de la presencia en nuestro cuerpo de esa pequeña partícula de Pan del Cielo. Así el ayuno purifica nuestro corazón y nos impulsa a recibir la Comunión.

“Yo no puedo, no es para mí.”
            Todos somos llamados a orar, ricos, pobres, jóvenes, viejos, nadie está exento, aunque no todos tenemos que orar igual, sino cada uno de acuerdo a su situación, personalidad, educación, cultura, etc.. Lo mismo vale para el ayuno. Salvo muy raras excepciones de causa médica, todos estamos llamados a ayunar.  Si Jesús espera eso de nosotros, si María en sus apariciones nos lo pide, ¿qué nos hace pensar que no lo necesitamos o que no será en nuestro provecho?

“Yo no ayuno pero hago una obra de misericordia.”
Últimamente se escucha eso seguido: nos proponemos reemplazar el ayuno por una obra de misericordia, pero en realidad una no reemplaza al otro. Ambas son necesarias. Aún más: las obras de misericordia suelen ser consecuencia del ayuno y la oración.
Comemos carne los viernes de Cuaresma, ignoramos el ayuno del Miércoles de Ceniza y del Viernes Santo, y nos proponemos reemplazarlos por la famosa obra de caridad. ¿La hacemos alguna vez?

            El ayuno, asociado a la oración, profundiza nuestra relación con Dios y con el prójimo, por eso son dos de los pilares de nuestra vida de fe, permitiendo que otros aspectos de esta permanezcan vitales. El ayuno nos hace capaces de vivir de acuerdo a la voluntad de Dios en cualquier circunstancia. Hace que la voluntad de Dios se nos vuelva más claramente reconocible y que nos sea más difícil perderla de vista.
Paradójicamente, el resultado de la debilidad física es la purificación y el fortalecimiento del espíritu y la apertura de un espacio en su corazón, abierto a Dios y al prójimo. En su ayuno en el desierto, Jesús encontró la fortaleza para vencer la tentación de Satanás, que intentaba apartarlo de la voluntad del Padre.

Por otro lado, el ayuno maximiza la fuerza de nuestra oración. Dios escuchará con mayor beneplácito las oraciones de quien testimonia su fe y su confianza en él expresando su pedido asociado al ayuno. El ayuno es orar con el cuerpo.
Quienes son asiduos en la oración y el ayuno alcanzarán una confianza absoluta en Dios, obtendrán la reconciliación y el perdón y servirán a la paz, ya que esta sólo prospera en los corazones de las personas capaces de perdonar y de amar a quienes los han lastimado. El efecto no se limita a nosotros mismos, sino que nos abren a nuevas dimensiones en nuestra comunión con Dios y con los demás, para que encontremos la alegría en Él y en nuestro prójimo, y promovamos el surgimiento de las condiciones necesarias para nuestra felicidad y de la humanidad toda.
¿Quién se anima a hacer la prueba?

1 comentario:

Esteban dijo...

Querida comunidad de Entretiempo & Oportunidad. En el comienzo de la cuaresma quería mandarles un fuerte abrazo en Cristo. Recemos juntos para que estos 40 días de preparación a la Pascua nos acerquen más a Jesús, tanto individualmente cuanto como comunidad de laicos en la Iglesia. Que la próxima resurreción del Señor nos encuentre más unidos.