lunes, 8 de septiembre de 2008

OTRO ENFOQUE DE LA CRISIS DE LA MITAD DE LA VIDA

LAS EDADES DE LA VIDA… de ROMANO GUARDINI (Edit Lumen)

Crisis de la segunda mitad de la vida

Su nota es una sensación cada vez más evidente de los límites de la propia energía. El hombre percibe que hay un exceso en el trabajo, en la lucha, en la responsabilidad. Se acumula la carga del trabajo. Las exigencias se hacen cada vez mayores. Detrás de cada una asoman otras nuevas, ya no se les ve el fin… Pensemos en lo que significa mantener en pie un hogar; sacar adelante una familia; realizar una profesión; dirigir una empresa; cumplir funciones públicas; todo lo que hay implicado ahí, en personas, cosas, fuerzas, ordenes; qué tensiones, qué dificultades, qué resistencias se ponen en vigor. Todo eso tiende constantemente a separarse y derramarse: pues cada elemento entra en un orden propio de finalidades, sea natural, sea personal. Y hay que conservarlo unido con un esfuerzo siempre renovado, con prudencia, con vigilancia, con arreglo y renuncia sin egoísmo.
Esto presenta poco a poco a la coincidencia, y mientras que al principio estaba viva una sensación de reserva, de fuerzas de iniciativa y de capacidad de ocurrencia, ahora aparece el límite. Interviene la sensación de fatiga; de que se hace demasiado; de que se empieza a gastar el capital; sobre todo en momentos en que se acumula el trabajo excesivamente, y en las exigencias que se hacen demasiado grandes, y las dificultades parecen insuperables.
Pasan las ilusiones; y no solo aquellas que constituyen la esencia de lo juvenil, sino también aquellas que procedían de que la vida todavía tenía carácter de novedad, sin haber acabado de ponerse a prueba.
Hasta entonces, la seriedad, la decisión, la responsabilidad determinaban la conciencia, para el trabajo de cimentar, construir y luchar. Ahora todo eso pierde su frescura y novedad, su carácter interesante y estimulante. Se sabe poco a poco lo que es eso, el trabajar y el luchar. Se sabe como se comportan los hombres, como surgen los conflictos; como comienza una obra, y se desarrolla y se concluye; cómo se establece una relación humana, cómo surge y se disipa una alegría.
Se pierde la excitación del encuentro reciente, de lo recién emprendido. La existencia adquiere el carácter de lo conocido. El hombre sabe a que atenerse; adquiere la sensación de que las cosas se repiten. Esto naturalmente, no es cierto, pues ya hablamos de que nada se repite. El proverbio de la Sabiduría: “Todo ha sido ya”, puede volverse también del revés: “Nada ha sido así”. Pero en el modo de sentir se introduce el elemento de lo conocido, de la uniformidad. En todo se hace perceptible la rutina. Cada vez se desvela más la mezquindad de la vida; se sufren desengaños con personas con las que se puso esperanza. La gente en general revela una estupidez e indiferencia, incluso una malevolencia, que antes no se veía. Se ve entre bastidores y se nota que las cosas son mucho más penosas de lo que se había pensado.
Interviene el hastío, lo que llamaban los antiguos taedium vitae; esa profunda desilusión que no proviene de un motivo aislado, sino de la entera amplitud de la vida. Sin embargo, la técnica que emplea la vida para con nosotros consiste en prometer mucho al principio: sobre todo, la época de la pubertad y la juventud que percibe esa promesa infinita. Con ella el hombre se anima – los pesimistas al modo de Arthur Schopenhauer dicen: queda seducido – para entrar en lo desconocido de la vida; para asumir sobre sí las obligaciones contenidas en la amistad, en el amor, en la elección del trabajo.
En el transcurso de la vida se hae cada vez más débil la fuerza de esta promesa. La mirada se ve con mayor agudeza: el corazón confía menos. Cada vez se hace más claro que las promesas no se cumplen; que lo concedido tiene menos peso de lo que se ha puesto en juego. De ahí surge poco a poco ese gran desencanto que tiene lugar en toda la vida. Y no solo aquellas vidas a las que se les niega mucho sino también en aquellas a las que se les concede mucho: las que se consideran en su ambiente que están favorecidas por la suerte y que han logrado algo importante. Pues lo que constituye el peso del sentido de a vida, no es, en efecto, lo extensivo, el quantum, sino lo intensivo, la fuerza de la experiencia perceptiva.
Por todo eso se prepara una crisis. Y la alternativa esta ñeque predomine ese desencanto y desilusión, ese reconocimiento de la miseria de la vida; y el hombre se vuelva escéptico y despectivo y siga haciendo lo necesario sólo de un modo mecánico., porque tiene que vivir: quizá todavía obstinado a la fuerza en un optimismo que no siente en lo más hondo; amontonado trabajo obre trabajo, con las manos completamente ocupadas; y se comete esas tonterías características de esa fase, por ejemplo, si se da al juego o a la especulación, si abandona la familia, o emprende arriesgadas iniciativas o acciones políticas, todo ello es solamente para salir de la monotonía, y, probablemente, para fracasar – o bien que conceda a la vida al asentimiento que viene de la seriedad y la fidelidad, alcanzando un nuevo sentimiento del valor de la existencia.


El hombre serenado

I. Si ocurre así, entonces comienza la figura vital del hombre serenado. Se caracteriza por ver y aceptar lo que son las fronteras, las limitaciones, las insuficiencias y miserias de la vida.
Eso no significa que llame bueno a lo injusto, alo perverso, a lo vulgar; que pase por alto el desorden, el sufrimiento, la falta de salida de la existencia, que afirme que es riqueza lo mísero, que es autenticidad lo aparente, que es cumplimiento lo vano. Todo eso se ve, pero se “acepta” en el sentido de que es así y debe seguir siendo así.
Ese hombre no deja al trabajo, sino que lo prosigue con fidelidad: por las exigencias de la familia, de la profesión, del conjunto de los hombres, a los que esta obligado.
Lo hace tan Jusa y exactamente como antes, a pasar de todo fracaso, porque el sentido de la obligación reside en él mismo. Vuelve a comenzar una vez y otra sus intentos de ordenar y ayudar, porque sabe que el hecho de que los hombres vuelvan siempre a hacer algo aparentemente vano es lo que hace seguir esos impulsos, indeterminables en cada caso concreto, que sostienen la vida humana aún tan en riesgo.
II. En esa actitud hay mucha disciplina y renuncia: una valentía que no toma tanto el carácter de la osadía cuanto el de la decisión.
Ya ven ustedes como tiene lugar aquí lo que se llama carácter. Son personas de tal índole aquellas a quienes se confía la vida. Precisamente porque ya no tienen la ilusión del gran éxito, de la victoria fulgurante, son capaces de lograr lo que vale y permanece. De esta índole deberían ser el auténtico estadista, el médico y el educador, en todas sus formas.
Aquí aparece el hombre superior que es capaz de dar seguridades. Y se puede enjuiciar la situación humana y las oportunidades culturales en una época por el número de personas de tal índole que halla en ella, y por el alcance de su flujo.


La crisis del desasimiento

I. Luego vuelve a producirse una crisis. Va unida al envejecimiento, y la llamaremos el proceso del desasimiento.
La vida en un hombre tal como lo acabamos de describir esta llena de rico valores. El logra esas realizaciones que duran auténticamente, porque parte, de los puntos adecuados, actúa dentro de as situaciones justas y se independiza del éxito momentáneo; así como él mismo, en cuanto a personalidad, trasciende más halla de su condicionamiento por esa decisión de sus convicciones y por su cercanía a la realidad.
Así la vida se hace más densa y preciosa.
Pero a la vez se abren paso nuevas experiencias. Van unidas al descenso del arco de la vida; a la conciencia del fin.
Principio y fin son cosas misteriosas. El principio de la vida, nacer y ser niño – ya recuerdan que se esto hemos hablado- no significan que su movimiento haya partido de un punto de arranque, dejándolo atrás, sino que este punto acompaña al movimiento. El nacimiento y la infancia son un elemento vivo en el hombre: la analogía individual respecto a lo que se venera en los mitos de la fundación y en la figura de los antepasados. Ese elemento influye a través de la vida entera, hasta el último final…
Pero recíprocamente, el fin esta influyendo por adelantado en el primer comienzo. La entrada de la melodía sigue configurando todo su desarrollo; igualmente no es una yuxtaposición de partes, sino un todo, que – expresado paradójicamente – está presente en cada punto del transcurso.
El fin ejerce su influjo a través de la vida entera: el hecho e que el arco de la vida se incline y una vez haya de cesar; de que todo acontecer se mueva hacia una conclusión: una conclusión que hoy llamaremos la muerte. Pero esa terminación se expresa de modo diverso en cada caso a lo largo de la vida; tal como corresponda el carácter de la fase vital en cuestión… El niño sabe muy poco de eso; el elemento de la muerte venidera influye en él probablemente de modo indirecto, por ejemplo, en su hambre vital y su necesidad de protección. Peculiar violencia puede adquirir el sentimiento de la muerte en la fase del joven; pero entonces tiene más bien el carácter de una elevación trágica del sentimiento vital. Por eso también es el joven que muere con mayor facilidad, porque la plenitud de la elevación vital hace de la misma muerte un elemento de la vida… La fase vital que más propende a olvidar la muerte es ésa que hemos llamado del hombre responsable. Aquí el hombre queda de tal modo asumido por las exigencias inmediatas, y está tan seguro de su fuerza y autonomía, que la conciencia de la muerte resulta más fácil de desplazar en él… En la fase del hombre maduro, el sentimiento de la muerte se abre paso en la experiencia del límite. Pero ahí queda transformado en esa decisión de que hablábamos antes. Hace la vida densa, seria y preciosa.
II. Pero luego se hace de otro modo. El hecho del final adquiere una vigencia elemental. Y concretamente se puede describir así ese proceso:
Anote todo, se hace perceptible la transitoriedad. Se dejan de mirar las posibilidades: tanto la medida de lo que se puede como lo que todavía puede dar la vida. Con eso desaparece el elemento que produce el carácter inacabable – o mejor dicho, de algo que siempre continúa, esto es, la expectación. En la medida en que el hombre envejece, cada vez espero menos; en la misma proporción se intensifica la sensación de la transitoriedad. La expectación estira el tiempo; el saber a qué atenerse lo contrae. Cada vez se hace m{as fuerte la impresión de que constantemente llega algo a su fin: un día, una semana, una estación del año, un año; la conciencia de o que haces ahora, lo hiciste también ayer: lo que hoy experimentas estaba ahí hace ocho días. Todo eso hace que se encoja el tiempo que transcurre en medio. La vida resbala cada vez más de prisa.
Un segundo elemento aquí operante no procede del tiempo, sino de una alteración en los acontecimientos mismos, mejor dicho, en el modo como se perciben: se hacen más delgados, más finos. Con eso no se quiere decir que ocurran menos cosas, o que pierdan valor, sino que cada vez llenan menos la experiencia. El que lo experimenta, cada vez resulta menos impresionado; ya no lo toma tan en serio. La toma, ciertamente, en la responsabilidad, pero no en sentir involuntario. Por eso el hombre que envejece, también olvida cada vez más fácilmente lo que ha ocurrido en cada momento, mientras que lo que ya había ocurrido antes gana importancia.
Así se podrían seguir diciendo cosas. Pero basta muy bien lo citado para caracterizar la crisis que se produce. El que persista el individuo, y cómo, depende en que medida acepta su fin, siguiendo la indicación que llega de la transitoriedad y el adelgazamiento de las cosas.
Si no ocurre eso, entonces surge el viejo, en el mal sentido de la palabra: más exactamente, el que no quiere hacerse “viejo”.
Esto puede ser apartando la mirada del fin que se acerca: haciendo como si no se acercara; aforrándose al estadio vital que pasa; poniéndose como si todavía fuera joven; de lo que resultan consecuencias tan perniciosas como lamentables (uno de los fenómenos más problemáticos de nuestra época es que la vida llena de valor se equipararon el ser joven, sin más); o bien capitulando ante el envejecimiento, renunciando a la vida en conjunto, y aferrándose a lo que hay todavía. De ahí surgen los nefastos fenómenos del materialismo de la vejez, para el cual lo son todas las cosas palpables; el comer y beber, la cuenta bancaria, el asiento cómodo. Se desarrolla el egoísmo senil; el afán de valer, la tiranización de cuanto hay en torno, atormentando a los demás para tener la sensación de que todavía se es algo (Cfr. El apartado posterior “La entrada a la ancianidad”).
El modo de dominar positivamente la crisis consiste en la aceptación del envejecimiento, en la aceptación del fin, sin sucumbir a él ni desvalorizarlo con indiferencia o cinismo.
Ahí se realiza un grupo de valores y actitudes muy importantes i muy nobles para el conjunto de la vida: comprensión, valentía, confianza, respeto a si mismo, lealtad a la vida ya vivida, a la obra cumplida, al sentido de la existencia realizada…
Especialmente importante: la superación de la envidia contra los jóvenes… del resentimiento contra lo históricamente nuevo… de la alegría ante el mal, por los defectos y fracasos de lol actual…


El hombre sabio

I. Si ocurre así entonces surge la imagen vital del hombre viejo: expresado por su valor: del hombre sabio.
Le podemos caracterizar así: Es el que sabe del final y lo acepta. Con eso no se dice que se alegre – aunque como caso raro ocurre incluso eso -, sino que se implica la disposición cada vez más sincera a lo que tiene que suceder.
El final mismo de la vida es todavía vida. En el se realizan valores que solo pueden realizarse entonces. Con su aceptación, aparece en la vida algo tranquilo y, en sentido existencial, superior. Cuando se le preguntó a San aro Borromeo que haría si supiera que había de morir una hora más tarde, respondió: “Haría especialmente bien lo que hago ahora”. Así se expresa esa situación superior. Es la superación de la angustia, del afán de paladear, de darse prisa con el residuo que todavía se puede vivir, de atascar de material el tiempo que cada vez se hace más corto… (La conducta de Sócrates en el final de Fendón).
Pero la sensación de transitoriedad proviene también algo que en si es positivo: la conciencia cada vez más clara de lo que no pasa, lo que es eterno. No podemos entrar más detalladamente en lo que es, encontrándonos en esta asamblea. Tendrá un carácter diverso en cada caso según la visión de la vida que tenga el individuo.
Lo que menos vale es esa explicación que dice: Yo perviviré en mis hijos o en mi país. Falsea el sentido de lo que queremos decir. Más aún, lo pone precisamente al servicio de lo que se desvanece. Quien habla en serio de lo eterno, no quiere decir la continuación perpetua, tanto si es biológica como cultural o cósmica. La continuación perpetua es la mala eternidad; mejor dicho, es la elevación de la transitoriedad hasta lo insoportable. La eternidad no es un “más” cuantitativo, por inconmensurablemente largo que sea, sino algo cualitativamente diferente, algo libre, incondicionado.
Lo eterno no esta en relación con lo biológico, sino con la persona. No la asume en una continuación perpetua, sino que le da total cumplimiento en el sentido absoluto.
La conciencia de lo que no pasa crece en la medida en que se acepta sinceramente la transitoriedad. Quien huye de ella, quien la oculta o la niega, no llega a tener conciencia de ella… De modo análogo ocurre con lo que llamamos el adelgazamiento de la existencia. Ahí se hace evidente que la vida es algo más que ella misma. Lo finito se vuelve transparente para lo absoluto.
II. De esas experiencias proviene la distinción entre lo importante e inimportante; de lo auténtico e inauténtico; del conjunto total de la existencia y la significación que tienen en él los elementos uno a uno: formas de expresar lo que se llama “sabiduría”. La sabiduría es algo diverso de la inteligencia aguda o la prudencia práctica para la vida. Es lo que surge cuando lo absoluto y eterno se manifiesta en a conciencia finita y transitoria, arrojando desde allí luz sobre la vida.
Ahí arraiga la auténtica eficacia de esta edad. Hay dos especies de eficacia: La de la dynamis inmediata, como fuerza de dominio y ordenación, y la del sentido, la verdad y el bien. En el hombre responsable están en un cierto equilibrio. Tiene que realizar, luchar, imponerse; pero realizar lo auténtico, luchar por lo justo, imponer el bien.
Con el transcurso de esta edad cede la dynamis. Pero en la medida en que el hombre realiza estas superaciones interiores, se vuelve, por decirlo así, transparente para el sentido. No se hace activo, sino que irradia. No aferra, no tiraniza, no domina, sino que hace evidente el sentido y le da una especial efectividad mediante el altruismo de su actitud.
Aquí debe decirse con más precisión algo que ya se indicó y que es importante para el hombre actual: que ha olvidado en buena medida lo que es, por naturaleza, la vejez. En su lugar ha puesto una imagen imprecisa de proseguir viviendo, cuya norma es la forma vital del joven. El envejecimiento se expresa solo en limitaciones – en que se es menos capaz de hacer cosas, menos elástico, etc. En el fondo, según eso, el viejo es solo el joven disminuido – todo ello unido a la confianza en la habilidad de los médicos para prolongar la vida; en métodos curativos, que han de tener efectos mágicos, sin olvidar el arte mentiroso de la moda y la cosmética. Lo que se produce con eso es apariencia y engaño vital.
El resultado es que en el conjunto de la imagen actual de la vida faltan los valores de la vejez; la sabiduría de sus diversas formas; los modos de conducta resultantes del transparentamiento de la vida, de la capacidad de distinción y de juicio.
Pero cuanto menos se ve y se reconoce la vejez, también se hace más desconocida la auténtica infancia. La mayor parte de los niños son adultos en formato miniatura. Los auténticos niños son seres humanos que existen en esa unidad de la vida de que hemos hablado antes. Por ejemplo, son capaces de oír cuentos, esto es, de pensar míticamente. Pero hoy se racionalizan o se estetizan. Los niños son capaces de jugar, de crear formas, figuras de la vida, ceremonias. En vez de eso, por todas partes vemos los juguetes tecnificados, que, en realidad, están pensados por el adulto. Y, en cambio, cuando por fortuna surge algo realmente infantil, cuando se ve, por ejemplo, qué llenos de significados pueden estar los dibujos de los niños, entonces se hacen teorías sobre ello, se organizan exposiciones y se dan premios, con lo que todo se echa a perder.
Lo uno va unido a lo otro. El envejecimiento se encoje hacia atrás, y surge la figura ideal del hombre que siempre tiene veinte años, tanto en el hombre como en la mujer, una creación tan insensata como cobarde. Por otro lado se pierde el niño y en su lugar aparece el pequeño adulto, en que se secan las fuerzas interiores de las fuentes. Ambas cosas significan un empobrecimiento de la vida.

No hay comentarios: