viernes, 20 de mayo de 2011

EL GIGANTE

El Gigante


Aunque se trata de un viaje de placer, hemos puesto el despertador a las cuatro de la mañana.

Rápido desayuno, y poco después nos lanzamos con María, a caminar por una Roma desierta: Piazza Spagna -por una vez, con sus escaleras despejadas-, Via del Corso, Piazza Colonna, Piazza Navona iluminada…, oyendo nuestros pasos en el empedrado.

A medida que avanzamos, se van juntando muchas personas desconocidas, que hablan lenguas desconocidas también y que caminan en dirección al Vaticano, con banderas multicolores, y visible excitación, para rendir un homenaje agradecido al Gigante.

Al llegar al Tiber, ya formamos una multitud, y nos desvían en dirección al Castel Sant´Angelo.

No podemos seguir avanzando; el Gigante es muy popular, y de todas partes ha llegado gente, a dar este testimonio impresionante de Fe y de Esperanza en un mundo mejor.

La sonrisa de Juan Pablo II nos recibe desde mil carteles.

Todavía lejos de la Piazza San Pietro, se nos dificulta la marcha, porque hay una legión de personas durmiendo al sereno, polacos en su gran mayoría.

A las cinco de la mañana, avanzamos otro poco, y ya estamos en la Via de la Conciliazione, desde la cual podemos ver, iluminada contra el cielo, oscuro todavía, la maravillosa cúpula de Miguel Angel.

Todavía faltan cerca de cinco horas para que comience la Misa de Beatificación, y una multitud paciente e ilusionada espera ese momento.

Me viene a la cabeza una escena del Evangelio, en la que Jesús le dice a la gente, que lo seguía al desierto: “Qué han venido a buscar?”

Me lo pregunto: ¿Qué es lo que nos ha movido a estar allí, y a estar con esa actitud cargada de esperanza, de cariño y de gratitud por ese hombre excepcional?

Miro a mi alrededor: las caras de cansancio, las vestimentas, las miradas encendidas a medida que se acerca la hora de la Misa.

Personas de todas las razas, de toda condición, de toda edad, que han venido de todos los rincones de la tierra, ricos y pobres, sanos y enfermos, negros y blancos, jóvenes y viejos, curas y laicos, todos, todos, como una gran familia.

Detrás de mí, una italiana de clase media, con “suo figlio”, de 6 o 7 años, que se cae de sueño; y unas monjas africanas, sus caras negras contrastando con el hábito inmaculado; y algunos americanos, con sus infaltables camisas de colores; y una nube de orientales con sus impresionantes máquinas de fotos; y un grupo de chicos polacos, y algunos ancianos que soportan con resignación las horas de espera, y muchos eslavos que, gracias al Gigante, han podido venir de los ex – países comunistas: Rusia, Hungría, Checoslovaquia.

Y franceses, y españoles, brasileros, mexicanos, vietnamitas, y muchos africanos, de todas las edades.

Qué tenemos en común?, me pregunto.

Nuestra Fe en Cristo y nuestra amistad con el Gigante; no importa que no lo hayamos conocido personalmente, todos sentimos que existió una relación personal, casi íntima, con él.

Durante más de un cuarto de siglo, este hombre venido de Polonia, nos habló al corazón; y no nos habló con palabras, solamente, sino con su propia vida, con su sangre derramada en esa misma plaza, con sus viajes inagotables, con su fortaleza y su alegría cuando era un hombre joven y fuerte (fue Papa cuando tenía mi edad, pienso), y cuando era ya un anciano enfermo y apoyado solamente en Dios, tan débil y tan fuerte.

Queremos estar allí, parados durante horas, para dar un testimonio de adhesión a este hombre maravilloso, único, que marcó una época, y que nos sigue mostrando el único camino para llegar a ser felices: el de la amistad con Jesús.-

Hace más de treinta años, en 1978, su voz estremeció al mundo: “No tengan miedo… -nos dijo con su voz de barítono-, abran sus puertas a Cristo, ábranlas de par en par…”

Se trata de eso: de abrir las puertas de nuestro corazón, de transformar el mundo, y convertirlo en un mundo de hermanos, de hijos de Dios.

Va saliendo el sol a nuestras espaldas, y Roma cobra vida a nuestro alrededor.

Cada uno de nosotros es apenas un punto inhallable en medio de una multitud de un millón y medio de personas, pero lo importante es lo que está pasando en el interior de nuestros corazones; lo importante es este compromiso, estas ganas de ser fieles a Jesús y a su Iglesia, de vivir el Evangelio que nos lleva, esencialmente, a querer a los demás, y a vivir para los demás.

Empieza la Misa, el Papa Benedicto la celebra emocionado, y nosotros la seguimos por las pantallas, porque estamos (afortunados…) a unos 400 metros del altar.

Proclama a Juan Pablo II como Beato, como un ejemplo de virtudes; en poco tiempo más, lo sabemos, será Santo.

Estalla en la plaza una ovación indescriptible, que parece no terminar nunca, y se agitan las banderas de mil colores, y suenan las campanas. Y todos sentimos que el Gigante tiene que ver con nuestras vidas, y los ojos se nos llenan de lágrimas, y una alegría y una emoción indescriptibles recorren la plaza, las calles de Roma, el mundo entero.


(Gabriel Mazzinghi)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias, Gabriel, por tu relato, tan conmovedor y tan ´católico´ ya que muestra la diversidad racial.
Es verdad que todos sentimos su amistad y su cercanía. Su referencia.
No había pensado con esas palabras tan exactas: derramó su sangre en esa Plaza; y la gastó hasta la última gota hasta el final.
Hace algunos años se me hizo muy fuerte una cita de la Carta a los Hebreos, con motivo de personas que no continuaban sus promesas de vida ante Dios, y que Juan Pablo II, el Gigante viene a refrescar:
"Recuerden a quienes los dirigían, sus pastores, porque ellos les anunciaron la Palabra de Dios: consideren cómo terminó su vida e imiten su fe" (Hb 13,7).
P.Georgie