lunes, 9 de marzo de 2009

La transfiguración (Domingo 8 de Marzo)

CUARESMA
Una de las ventajas que nos ofrece la Cuaresma está en que nos hace descubrir que no estamos solos, que con nosotros hay mucha gente que vive, con la Iglesia, la preparación de la Pascua. Este purificar y fortalecer la conciencia personal y comunitaria de nuestra fe de cristianos nos da, en la Iglesia, paz y bienestar.
El Evangelio de hoy nos descubre y, a la vez, nos invita a la oración, a encontrarnos bien con Jesús. Nos dice, también, de las cosas que podemos hablar con Jesús, de cómo hacer de la oración un lugar y un rato de felicidad con Dios y con el prójimo, con los otros, estén cerca o lejos. Nos enseña, también, los frutos de la oración. El primero de todos, la transformación interior de cada uno. Este transfigurarnos a la medida de Cristo hace de todos nosotros gente purificada de todo pecado; de todo esto nos hablan y enseñan Pedro, Santiago y Juan, que acompañaban a Jesús y le vieron hablando con Moisés y Elías.
Aprendamos a encontrarnos bien en la oración, pero para ello hay que orar. Cuaresma es tiempo para rehacer el gusto por las cosas de Dios, mirando la tierra que Él ama, y al hombre para el que nos ha dado a su Hijo Jesús. Que podamos reconocer que con Jesús se está bien y, aunque como los apóstoles que estaban con Jesús digamos alguna tontería, no tengamos miedo; Él nos ama y quiere tal como somos. El nos ha modelado y conoce el fondo de nuestro corazón. Y ha venido para salvarnos.
Fijémonos en la imagen transfigurada de Jesús y gravémosla en el corazón, y en las palabras de los apóstoles y en su sorpresa. Que, también nosotros, sepamos decir cosas como ellos. Y guardar silencio hasta el momento oportuno; una vez resucitado, ya entendemos la pasión. Él, el Señor, nos alecciona en las cosas del Reino. Atentos, una vez más, a la voz de la nube que dice Escuchadle, es mi Hijo, el Amado. Despiertos del sueño, abiertos a la vida, emprendámosla con el nuevo ánimo del Espíritu. El Señor nos desvela su secreto y nos hace partícipes de su vida, aprovechémoslo para nuestro bien y el de todos. La Liturgia de Cuaresma cambia nuestro corazón de piedra por uno de carne que ama y deja amar, que se hace amar como Jesús, que siempre está de nuestro lado.
No tengamos miedo a encontrarnos a solas con Jesús, necesitamos de un cara a cara con Él para mirarnos al fondo de los ojos y penetrar en el secreto más íntimo de su corazón y que Él esté en el nuestro.
Hagamos de Cuaresma el peregrinaje de la fe en la conversión, del decir sí a Dios, que insiste en que escuchemos a su Hijo Jesús.


BAJAR DE LA MONTAÑA. FE/COMPROMISO.
¿Por qué diría Marx que la religión era el opio del pueblo? Con independencia de quien dice algo y con qué finalidad lo dice, puede ser una norma de prudencia preguntarse si el que lo ha dicho tiene alguna razón para decirlo. En este caso y ante esa frase, ciertamente dura, también cabe ese ejercicio de reflexión y de autocrítica.
Puede parecer una perogrullada, pero no lo es a la vista de los acontecimientos sucedidos a través de la historia, decir que el cristianismo es para los hombres y que la salvación que Cristo vino a anunciar a la Tierra era la salvación del hombre de todo aquello que le convertía en un lobo para el hombre; es decir, Cristo venía a salvar al hombre de eso que en la Escritura se llama la esclavitud del pecado y que no son precisamente los "malos pensamientos", sino la actitud por la que el hombre ignora, domina, destruye al otro sin enterarse de que el otro es precisamente su hermano. Y esto que parece sencillo y claro no siempre lo hemos entendido bien ni lo entendemos ahora. Demasiadas veces, la salvación la hemos ofrecido "para la otra vida" sin pensar que hasta llegar a ella hay aquí y ahora una vida en la que el hombre tiene que ser no aletargado ante la injusticia, sino liberado de ella.
Posiblemente por esa inclinación es por lo que haya podido hablarse del opio del pueblo.
La actitud de Pedro en la montaña alta, una actitud nacida de su proverbial espontaneidad, es una muestra de ese camino un tanto desencarnado que el cristianismo ha recorrido para adentrarse en un angelismo que levita sobre la realidad inmediata, esa en la que viven inmersos los hombres y donde se les plantean los auténticos problemas a los que hay que dar respuesta desde la fe. Extasiado ante la contemplación de un Jesús resplandeciente como el sol se produce en el apóstol una reacción inmediata: quedarse allí, alejado de todo y hacer tres tiendas para contemplar sin riesgo el enorme espectáculo al que asistían. Es una reacción muy corriente, y en la que se compromete poco. Hay una frase que la resume y que me gustaría que no se interpretara peyorativamente. La frase es: rezaré por usted. Y eso lo hemos dicho o lo seguimos diciendo a la persona que está maltratada, a la que no tiene lo suficiente para vivir, a la que está pidiendo a gritos no sólo la oración, sino la acción. Rezar para que el mundo sea mejor, para que las cosas se enderecen, para que sucedan según el plan de Dios, es algo espléndido, necesario y admirable, pero me temo que, en el plan de Dios, insuficiente porque Dios sabe perfectamente cómo se pueden enderezar las cosas y proyectar el mundo para que no sea habitable por todos los hombres; Dios lo sabe y, según lo que creemos, podría hacerlo solo y de un plumazo; sin embargo, no lo hace. ¿Nos hemos parado a pensar por qué? Quizá la respuesta esté en ese "levantaos" que dijo Jesús a los apóstoles después de la proposición de Pedro. Levantaos y vámonos de la montaña al llano, allí donde los hombres viven, gozan y sufren; allí donde los hombres miran a Dios buscando la respuesta de sus propios interrogantes; allí donde están los problemas y las posibles soluciones de los mismos; allí donde el hombre se juega su credibilidad como cristiano, su buen hacer o su inhibición.
Levantarse y bajar del monte fueron dos exigencias de Jesús a los suyos, dos exigencias que deben seguir sonando en nuestros oídos para vencer una fortísima tentación que aparece rodeada de bondad: la de apartarse del mundo, ¡tan despreciable!, y rezar por él desde nuestro propio grupo -¡tan estupendo!- sin pisar la arena para hacer cuantos quiebros sean necesarios en pro de una sociedad que se parezca cada día más a lo que quiso Cristo, una sociedad que si fuera de verdad cristiana no habría programa político por "progresista" que fuera que pudiera mejorarla.
Pero levantarse del éxtasis y bajar de la montaña a la vida tiene sus riesgos, unos riesgos que con frecuencia se critican duramente a aquellos que los asumen aduciendo que van más allá de lo que es prudente y deseable; unos riesgos, por otra parte, que exigen valentía y decisión, que comportan dejar la comodidad de nuestra tienda, el buen ambiente en el que nos movemos, el status que hemos alcanzado, la seguridad con la que caminamos. Levantarse y bajar de la montaña compromete a mucho, compromete a despertarse y a despertar, a no justificar lo que, con el Evangelio en la mano, no resulta justificable y no prometer "para la vida eterna" la consecución de unas metas que estamos obligados a conseguir en la presente.
Cristo bajó de la montaña, y ¡cómo lo hizo! No ignoró ningún problema de su tiempo, no pasó de largo por ninguna petición de los hombres, no dejó en el silencio ninguna actuación negativa de aquellos que podían eliminarlo: no vivió sin respuestas y no demoró estas respuestas sine die... Con El lo hicieron también aquellos hombres que le acompañaron, hoy en sus momentos de gloria. Lamentablemente, el paso del tiempo ha ido desdibujando las palabras de Cristo -levantaos y vamos abajo- y, en ocasiones, ha quedado como ideal el plantar una tienda en la altura para ver desde allí, sin intervenir, cómo el hombre no acaba de encontrarse a sí mismo.

EL AISLAMIENTO
La huida para aislarse en un pequeño paraíso individual, en una choza en cualquier sitio, al aire libre en el campo... o en la celda de un convento. Con sólo lo necesario para vivir. Sin lujos, sin ambiciones..., pero sin problemas. Casi no parece una tentación, pero lo es. Y muy peligrosa.
EL CANSANCIO DEL CAMINO
Como le sucedió a Jesús, no nos va a resultar fácil mantener hasta el final nuestro compromiso de lucha por convertir este mundo en un mundo de hermanos. Y, además del resto de las tentaciones, en algún momento de la marcha aparecerán el cansancio, la desilusión y el deseo de construirnos un paraíso pequeño, a nuestra medida, para pararse a descansar... definitivamente. No se trata de renunciar a la meta; es una tentación mucho más fina: es pretender adelantar la meta para uno solo, o sólo para unos pocos, y abandonar la tarea de ofrecer a otros la posibilidad de fijarse esa misma meta. "Si nadie nos hace caso, ¿por qué no nos retiramos a algún sitio tranquilo en el campo y allí, sin ambiciones, pero sin hacernos más ilusiones, descansamos y ponemos en práctica nuestro ideal cristiano de vivir como hermanos?" Así se podría presentar esta tentación. "Jesús se llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los hizo subir a un monte alto, aparte, a ellos solos. Allí se transfiguró delante de ellos: sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún blanqueador en la tierra es capaz de blanquear".
Los discípulos de Jesús acababan de sufrir el impacto de un anuncio para ellos preocupante: Jesús les acababa de decir que iba a morir asesinado por los poderosos de su tierra y que todos sus seguidores debían estar dispuestos a correr la misma suerte; pero que ni su muerte ni la de los suyos serían definitivas, sino que al final vencería la vida (Mc 8, 34-38). Probablemente se dio cuenta de que sus discípulos no quedaban demasiado convencidos y quiso ofrecer a tres de ellos un anticipo de esa victoria. Es lo que nos cuenta el evangelio de este domingo: Jesús ofrece a Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos más preocupados por el triunfo de Jesús o por su propio éxito, la oportunidad de gozar de una experiencia que les hará comprender que lo que a los ojos de este mundo es una derrota, la muerte, no lo es en realidad. La transfiguración, como tradicionalmente se ha llamado a este pasaje, es la experiencia anticipada de la victoria de Jesús sobre la muerte. Jesús va a morir, sí; pero su muerte no será para siempre. El vive con la vida de Dios y esa vida es definitiva. Su fracaso no será un fracaso.
LA TENTACIÓN DE LA HUIDA
En apoyo de lo que allí está sucediendo aparecen Moisés y Elías, que simbolizan el conjunto de la antigua religión de Israel. Para Pedro, Santiago y Juan no hay que buscar más; su esperanza está realizada: el Mesías ha triunfado. Este era el objetivo y ya se ha cumplido. Y propone que todo se detenga allí: "Rabbí, viene muy bien que estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".
Dos peligros acechan escondidos en la propuesta de Pedro. Por un lado, la pretensión de parar la historia de la liberación de la humanidad poniendo al mismo nivel la Ley y los Profetas y el mensaje de Jesús de Nazaret. Para él, en este momento, Jesús no aporta nada nuevo a la Ley y a la liberación de la esclavitud de Egipto (Moisés) ni a los mensajes de los profetas (Elías) que urgían a su pueblo a realizar en profundidad aquella liberación; por eso quiere colocar a la par a Jesús y a Moisés y Elías: "Podríamos hacer tres chozas...".
Por otro lado, Pedro olvida que el mundo no se acaba en aquel monte y que allá abajo queda todavía mucho trabajo que realizar, muchos hombres y mujeres que aún no han llegado ni siquiera al nivel de libertad que Dios hizo posible para su pueblo por medio de Moisés. De esta manera, Pedro está proponiendo a Jesús que deje sin efecto el compromiso que asumió en su bautismo. Y eludiendo la exigencia que Jesús había planteado a todos sus discípulos: seguir, también ellos, hasta el final su camino.
UNA OFERTA NUEVA
La voz de Dios devuelve a Pedro a la situación presente: "Este es mi Hijo, el que yo quiero: escuchadlo a él". Moisés y Elías ya no tienen nada que decir a los discípulos (de hecho no hablan con ellos); sólo a él, a Jesús, a quien Dios llama Hijo suyo, hay que escuchar; la Ley y los Profetas ya están cumplidos. Para el momento presente Dios tiene una oferta nueva que presenta por medio de Jesús: convertir este mundo en un mundo de hermanos en el que todos los hombres puedan vivir felices. Esa posibilidad sólo se ofrece por medio de Jesús, "y de pronto, al mirar alrededor, ya no vieron a nadie más que a Jesús sólo con ellos", y el camino para lograr que se realice pasa por la entrega sin condiciones, hasta la muerte, si es preciso. No porque Dios exija sangre, sino porque los responsables de la injusticia y del sufrimiento que padece la mayoría de la humanidad van a utilizar toda la violencia de que dispongan para que ese mundo de hermanos nunca se haga realidad; y porque esa violencia sólo podrá ser vencida con el amor llevado hasta la entrega de la propia vida superando la tentación de huir ante las dificultades o ante el fracaso, manteniendo firme la confianza en Dios, que hará que la vida venza a la muerte.

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