miércoles, 21 de octubre de 2009

La Corriente

El hombre transpiraba bajo el sol, mientras caminaba por la orilla del ancho río color te con leche. “Con este calor, no me vendría nada mal refrescarme”, pensó. Pero estaba apurado porque había aceptado una changa de pintor de brocha gorda en una estancia y le habían dicho que llegue más bien temprano. Además ni se le había ocurrido llevar ropa como para bañarse, porque cuando salió bien temprano, todavía se veía en el pasto el rocío de una madrugada fría.

Cuanto más transpiraba, miraba el agua con más ganas. No era buen nadador. Jamás nadie le había enseñado a nadar, y apenas se mantenía a flote con un lastimoso “estilo perrito”. Pero el río se veía manso y sereno: “Si me meto con cuidado, y me quedo en lo bajito, ¿qué problema puede haber?”.

Se dijo: “La única forma de bañarme sería en calzones”. Y como estaba lejos del pueblo, no había nadie a la vista y ya la camisa se le pegaba a la espalda empapada, se sacó la gorra, las alpargatas, las bombachas y la camisa, tiró todo sobre un arbusto y metió los pies en el agua.

Para decepción suya, los pies no entraron en un líquido refrescante, sino en una sopa tibia y barrosa, levantando el sedimento del fondo y hundiéndose en una arcilla suave y viscosa, hasta quedar tapados los dedos.

“Se ve que le pegó el sol al fondo playito y juntó calor”, se dijo, mientras empezó a dar unos pasos hacia lo más hondo. A medida que avanzaba, el agua le llegó primero a las rodillas, después a esa zona que a los hombres les da un “nosequé” cuando se meten en el agua y, entusiasmado por ver que ahora el agua era más fresca, cuando se quiso dar cuenta tenía el agua casi por los hombros. Disfrutando el alivio, se mojó la cabeza. Nunca se había metido tan hondo en el agua, pero no veía ningún problema, ya que la situación estaba totalmente controlada.

Volvió a echarse agua en la cabeza y ahí fue cuando sus pies encontraron como un escalón que descendía en el lecho del río, y perdió el equilibrio. No bien se hundió, sacó la cabeza del agua y se tranquilizó pensando que no debería ser difícil volver a subir a donde estaba. Pero enseguida empezó a sentir el movimiento y a notar como la ropa colgada en el arbusto se empezaba a correr. O sea, él se estaba corriendo, llevado por el agua y sin poder volver a hacer pie.

Al principio era algo bastante lento, pero después agarró cada vez más velocidad y se sentía arrastrado más para el centro del cauce. La ropa, allá lejos en el arbusto, cada vez se hacía más chiquita y el placer del remojón había dado lugar a una verdadera emergencia. Trataba de volver hacia la costa, pero su limitado estilo sólo le servía para mantenerse a flote, a duras penas.

Empezó a tomar conciencia lentamente de la fuerza de la corriente. Se alarmaba cada vez más de ver que nada podía hacer, el corazón le galopaba en el pecho y empezó a faltarle el aire y a ahogarse de impotencia. “¡Virgen Santa!, ¿cómo salgo de esta?”, se exasperaba.

Fue ahí cuando, de reojo, vio el bote. Estaba lejos, pero era grande y había unos cuantos a bordo. Empezó a gritar y, cuando podía, levantaba fugazmente un brazo, pero no mucho, porque los necesitaba desesperadamente para bracear. Pero cada vez se agotaba más, y más le faltaba el aire, por lo que la voz ni le salía, del agotamiento que se iba adueñando de su vida.

En la proa había un chico con una cañita para mojarras. Miró para este lado y le pareció ver algo: “¡Es un hombre, Papá! ¡Y hace señas! ¡Se está ahogando!”. Su hermano más grande y el padre dejaron sus cañas y agarraron los remos. Era un bote largo y tenía tres bancos, para tres pares de remos, pero la madre y la hija menor estaban dispensadas de remar, porque se ocupaban de preparar y traer la comida, por lo que el tercer par de remos quedaba tirado en el fondo del bote.

A medida que los remeros entraban en ritmo, el bote tomaba velocidad, acercándose rápido, y el alma le volvía al cuerpo a nuestro nadador “perrito”, porque aunque los minutos se le hacían eternos, ya llegaban a rescatarlo.

Cuando sentía que los pulmones no le daban más y que el corazón le iba a estallar en el pecho, empezó a oír a los chicos gritarle: “¡Señor! ¡Aguante! ¡Espere que lo subimos al bote!”. No podía contestarles porque la garganta la tenía totalmente seca, tanto que trato de tragar saliva y sintió que la lengua se le atrancaba en la garganta, empezó a ver todo oscuro y no supo más nada.

Antes de abrir los ojos ya sintió que estaba fuera del agua, sobre algo duro y mojado, que se movía. La garganta le ardía. Oía que le hablaban, pero no entendía bien qué le decían. Cuando abrió los ojos vio las caritas ansiosas de los más chicos, la sonrisa del mayor y la cara da alivio de los padres. Con un hilo de voz, les dijo: “Gracias. Por un momento pensé....”.

“Tome, esto le va a venir bien”, dijo la señora pasándole un mate. “Le puse azúcar, no porque nos guste dulce, sino para que le haga volver la fuerza”, explicó. “¡Y los colores a la cara!” – acotó el varoncito – “porque supongo que no será siempre tan pálido”. Con mano temblorosa el hombre agarró el mate y aspiró con fruición. El calor que había padecido toda la mañana parecía ahora algo del pasado, porque estaba muerto de frío. El mate caliente y dulce iba haciéndole volver la vida al cuerpo. Tanto como la simpatía de esa gente.

Le preguntaron qué le había pasado y él les contó cómo fue que terminó arrastrado por la corriente traicionera, después de caer del escalón inesperado: “Es que de la costa se veía tan tranquilo, nunca me imaginé”...

“En la ribera a veces hay escalones traicioneros, y remolinos”, sentenció Pedro, el padre de los chicos, esposo de la patrona y capitán del bote por herencia familiar. “Hay que andar con cuatro ojos, y nunca meterse solo”.

Ellos le ofrecieron llevarlo hasta donde había dejado la ropa y él aceptó gustoso. Mientras ellos remaban, él tuvo un rato para relajarse, secándose al sol, recuperando la fuerza, sentado en el fondo del bote con la espalda apoyada en un asiento y aceptando varios mates más.

Cuando llegaron, el más chico de los varones, saltó a la orilla y de una carrera fue, buscó todo y lo trajo para el bote. “Si usted va para la estancia de Sosa, nosotros lo podemos llevar con el bote, porque también vamos río arriba”, le dijo Pedro. “¿Sabe remar? Hay lugar para otro que reme”. “Mucho no sé, pero alguna vez probé”, contestó el hombre.

Le instalaron los remos en los toletes del asiento más cerca de la popa, (donde estaban ubicadas las mujeres) y se sentó. Mientras remaban juntos, el nuevo remero intentaba mantenerse a la par de los experimentados, al tiempo que pensaba: “¡Qué loca es la vida! ¡Hace menos de media hora, de no ser por esta buena gente yo me habría ahogado! Y acá estamos ahora todos, remando juntos para el mismo lado”. Le daba una reconfortante alegría el contraste entre ese momento de angustia mortal y este sentimiento fuerte de camaradería y amistad inesperadas. Sonreía feliz.

Así somos los humanos. A veces por desconocimiento, imprudencia, curiosidad, comodidad, soberbia, codicia o una simple tentación, nos vamos metiendo en la corriente del Mundo, disfrutando sus sensaciones agradables y cuando nos damos cuenta, ya empezamos a ser arrastrados con fuerza. Entramos a la corriente por voluntad propia y terminamos prisioneros de ella, diciendo lo que “se dice” o haciendo “lo que todos hacen”, reemplazando silenciosamente los pensamientos de Dios por los de los hombres. La corriente de la cultura dominante, la que aleja de Dios, tira muy, pero muy fuerte. Y Mandinga está siempre muy atento, a ver dónde puede meter la cola.

Enfrentar la corriente solos, es imposible. Tiene mucha más fuerza que nosotros, no se cansa nunca, no le asaltan dudas ni vacilaciones y termina siempre doblegando hasta al más guapo. En soledad, nos ahogamos seguro (“Sin mí, nada podéis hacer”).

¿Cómo podríamos salvarnos de ahogarnos, impotentes? La respuesta que Jesucristo siempre nos propone es justamente “la barca de Pedro”, la Iglesia, la Comunión con Él (la unión en común), de todos los que estamos en ella.

En esta barca hay lugar para todos. Lugares distintos para personalidades y carismas diversos, pero todos contenidos y a salvo en ella, sumando nuestras fuerzas para remar.

En ella se escucha la voz del Padre y la del Hijo, y la mano solidaria nos enseña a usar mejor nuestra libertad.

En ella los sacramentos nos revitalizan, devolviéndonos la fuerza y la vida que la corriente de la vida mundana nos arranca. El agua que ahí se bebe hace que uno nunca más vuelva a tener sed y el pan que ahí convidan hace vivir eternamente. Sólo en ella se ofrecen salvavidas de permanente reconciliación con Dios.

Y, para mejor, a bordo descubrimos realidades muy esperanzadoras: el Capitán está presente entre nosotros, cuando dos o más nos reunimos en su nombre, el piloto que nos guía y protege en el viaje es su Santo Espíritu, y además, nos acompaña durante toda la singladura hasta “la hora de nuestra muerte”, su Santísima Madre.

¿Cómo podríamos viajar mejor? ¡Bienvenidos a bordo!

Por Héctor Ezcurra

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