miércoles, 23 de julio de 2008

REACCIONES A LA CRISIS (Parte II)

Una de los comportamientos posibles frente a esta situación límite puede ser la huida. «¡Quién me diera alas de paloma para volar y posarme! Emigraría lejos, habitaría en el desierto» (Sal 55,7-8).
La huida, tanto en la vida matrimonial como en la vida consagrada, puede adoptar dos modalidades diferentes: la huida hacia «adentro» y la huida hacia «afuera».
La primera -más frecuente-, conduce a una esquizofrenia de la persona, que viviendo una doble vida, una foro externo y otra foro interno, «baja las cortinas», y no sin resentimiento y frustración, se aísla y repliega, en una actitud hipercrítica. Pretende beneficiarse del estar y del no estar, sin un compromiso pleno y estable, ni con los de afuera ni con los de adentro.
Hasta cierto punto, se “jubila” con la vida auténtica que debería llevar. Trata de “sobrevivir”, dentro de su familia o de su comunidad, conviviendo ambiguamente, con su o sus escapes, convertidos en mecanismos de compensación y de aparente estabilidad.
La segunda -más conocida-, es la tentación del abandono definitivo de la pareja o de la consagración religiosa o sacerdotal.

Frente a la crisis de la edad media, y al peligro de la huida, se presenta el desafío de un comportamiento más auténtico, que en el creyente se hace más totalizante.
Hay que apostar al Dios defensor de las causas perdidas. Hay que jugar a «cara o cruz», al «ahora o nunca». Manteniendo a toda costa y con todo costo, la paciencia con uno mismo. Aceptándose ya no con conceptos, sino de corazón, con mansedumbre y pobreza.
«Porque así habla el Señor, el Santo de Israel: En la conversión y en la calma está la salvación de ustedes; en la serenidad y la confianza está su fuerza» (Is 30,15).
Dentro del contexto de esta apuesta, hay que apoyarse y creer ciegamente en un garante para quien nada es imposible, y que superando nuestras impotencias, se maneja por los parámetros del amor.
«Si nuestro corazón nos acusa de algo. Dios es más grande que nuestro corazón, y lo sabe todo» (1 Jn 3,20). «Hemos llegado a saber y a creer que Dios nos ama, Dios es amor» (1 Jn 4,16). «Conocemos lo que es el amor porque Jesucristo dio su vida por nosotros» (1 Jn 3,16).
En el discernimiento de esta crisis meridiana, juega un rol de primordial importancia, lo que los antiguos monjes llamaban la «apertura del corazón», que suponía recurrir a la ayuda y el acompañamiento de algún interlocutor válido, con suficiente experiencia de vida, madurez espiritual, y capaz de guardar discreción en lo confiado.
Dice san Benito en su Regla para monjes, que hay que saber recurrir a los que saben curar sus propias heridas y las ajenas, sin descubrirlas ni publicarlas.
El reconocer con humildad la situación padecida de crisis, actualiza aquello que nos enseñaban en medicina, de que no hay peor enfermo, que el que niega estarlo. Y que el que acepta con realismo su enfermedad, ya tiene un cincuenta por ciento ganado.
Sin embargo, todo lo dicho hasta ahora no bastaría, sino no nos invitase a radicalizar desde la fe, una vocación a la solidaridad.
«El que no se preocupa de los suyos, y sobre todo de los de su propia familia, ha negado la fe y es peor que los que no creen» (1 Tm 5,8).
Esto va a dar sentido en última instancia a un vivir y a un morir, sobre todo en esta encrucijada, en que nos parece que lo que vemos en la vereda de enfrente de nuestra vida, es más atrayente de lo que vemos desde nuestra vereda y hacia nuestro lado.
El llamado a servir a los demás, expresado como un imperativo categórico, contribuirá a hacemos superar el círculo vicioso de nuestros egoísmos, desplazando nuestro yo narcisista, hacia el tú altruista del otro.
«Haz Señor que en mi soledad, pueda servir a las soledades de mis hermanos» (Miguel de Unamuno).
Atravesando tiempos y distancias, llegamos al final de una larga etapa, rengueando pero bendecidos (Gn 32,24-31) Y con una fe madurada. Acrisolada por las pruebas y el sufrimiento, y con una renovada opción por el amor, que nos convertirá en protagonistas y genuinos concelebrantes de la liturgia del mediodía de la vida.
«Si te das a ti mismo en servicio del hambriento, si ayudas al afligido en su necesidad, tu luz brillará en la oscuridad, tus sombras se convertirán en luz de mediodía» (Is 58,10).

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