miércoles, 14 de julio de 2010

HACIA DONDE VAMOS? "rajemos antes de que lo hagan obligatorio..."

La celebración de matrimonios entre personas del mismo sexo, que en Argentina se ha puesto en marcha, primero, con gran eco periodístico, y luego con afán de regulación legal, nos parecen extravíos irrazonables y negativos
La libertad de legislar tiene limitaciones que provienen: a) De la Constitución y los tratados internacionales, cuyos principios no pueden ser contrariados por las leyes; b) De la racionalidad, que necesariamente debe encuadrar la tarea legislativa; c) De la realidad de las cosas, que no puede ser ignorada ni modificada por voluntad de quienes legislan.
Violar tales restricciones es causa de un seguro deterioro del bien común
El matrimonio, vínculo entre el hombre y la mujer para establecer una unión estable y abierta a la procreación y educación de los hijos, constituye un modelo consustancial a la naturaleza humana, y por lo tanto al sentir común de la gente y a la tradición de nuestra patria.-
No se trata de hacer una oposición fundada solo en criterios religiosos y menos todavía se trata de una “cruzada” de la Iglesia católica contra los hermanos homosexuales.
La existencia de la Iglesia es muy posterior a la del matrimonio.
En efecto, el matrimonio existió siempre. Desde la antigüedad, -obviamente antes de Cristo- en la Grecia de Platón y en la Roma de los emperadores.-
Homosexuales también han existido siempre, y en todas las épocas.
Cuentan los historiadores que en la Grecia antigua la práctica homosexual y hasta con infantes, era algo frecuente, aunque no por ello se la consideraba normal. A ninguna de estas culturas, ni antes ni después de la existencia de la Iglesia como institución, se les hubiera ocurrido elevar dichas prácticas sexuales al mismo rango normativo que el del matrimonio entre heterosexuales.-
Más allá del bombardeo constante de los medios a favor de esta extraviada iniciativa y de la prédica basada en argumentos absolutamente falaces y dialécticos, debemos reprobar la admisión del matrimonio homosexual, como así también rechazar la posibilidad de que los participantes de tales uniones puedan conjuntamente adoptar hijos, porque el interés superior del niño que consagra la Convención sobre sus derechos es incompatible con privar al menor del aporte complementario de personas de distinto sexo que concurren a educarlo.
Frente a la alternativa que plantea el proceso descripto, no cabe una posición intermedia, que se ubique en un punto supuestamente equidistante entre el bien y el mal; el bien y el mal constituyen una opción que es imposible rehuir y extraviar el camino en materias como ésta significa atacar los valores que sustentan nuestra organización familiar, y que están llamados a ser la base de la restauración del orden social.-
Sin embargo, la sociedad parece estar adormecida frente a esta propuesta, que supondría, de concretarse, una grave alteración de los principios naturales que sostienen a la institución familiar.
Quienes miran el problema con una perspectiva individualista, no advierten la importancia de los cambios legislativos, que dan forma a la sociedad misma, y que amenazan rebajar el nivel moral que debe regir la convivencia.
Nunca resultará válido el argumento del número o de la mayoría para dictar normas que redefinan instituciones naturales tan básicas como en este caso la familia. Pero aún así, resulta todavía más patético, que se pretendan legislar cambios fundamentales en la estructura de una sociedad, para contemplar la situación de una absoluta minoría, cuyos derechos podrían ser igualmente garantizados con otra clase de normas.-
Si al número nos remitiéramos, la imagen televisiva de ayer, entre la plaza del Congreso y el Obelisco, hablaría por sí sola.-
El Estado tiene el deber de defender los valores de la familia, sobre la base del matrimonio formado por un varón y una mujer, en lugar de dar igual tratamiento a las uniones de homosexuales o transexuales, que en todo caso, constituirían claros supuestos de matrimonios inexistentes.
Se trata pues de una clara discriminación injusta, pero con el sentido contrario al que pretenden los defensores del cambio.
Alzar la voz contra este intento de poner los valores patas para arriba es –como digo- independiente de las convicciones religiosas que se profesen, pues se funda en una valoración respetuosa de la dignidad humana que es común a muchos credos religiosos y de la cual puede participar también quien no tenga ninguno.
Esteban M. Mazzinghi

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